Narrar nuestra propia historia

30.05.2022
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Todos tenemos un ritmo. Una forma singular de ser en el mundo. Y son el cuerpo, las emociones, las acciones y el pensamiento los que le dan forma a ese movimiento que nos hace únicos. A veces quedamos en evidencia de manera innegable. Otras son nuestros gestos imperceptibles los que dan cuenta de nuestra forma de ser. Ese ritmo, ese modo singular que nos hace ser quienes somos, está definido en gran parte por nuestra historia.

¿Con cuánta claridad podemos decir que nos conocemos? Conocerse no en la descripción que un test psicológico nos podría dar y que rápidamente acuñamos y repetimos. Tampoco en relación a una presentación: “Soy x, tengo x años, mi estado civil es x, trabajo en x, me gusta x y no me gusta x”. Me pregunto cuántos podríamos decir que entendemos por qué nos movemos de cierta manera, por qué decidimos seguir ciertos caminos o estar con ciertas personas. Por qué nos interesan ciertas cosas y qué nos lleva a buscarlas con determinada fuerza o perseverancia. Por qué algunos temas nos importan y otros no.

No es casual.

Si estamos de acuerdo con la idea de que nuestra historia nos constituye y nos hace ser quienes somos, entonces debiésemos estar más o menos de acuerdo en que, para poder entendernos, tenemos que conocer nuestra historia. El contexto en el que nacemos, nos guste o no, es crucial: las circunstancias sociopolíticas, económicas y culturales; la historia de nuestra familia de origen que nos antecede y las historias que vivimos desde el momento en que nacemos. Todo influye de manera sorprendente en nuestra forma de ser. 

No es casual.

Francisco Varela, el biólogo, filósofo y científico chileno que introdujo -junto a Humberto Maturana- el concepto de autopoiesis en la biología, se dedicó a estudiar el movimiento y la organización de los seres vivos a nivel celular. Influenciado por la fenomenología de Husserl y Merleau-Ponty, descubrió que desde el momento en que una célula vive, se dispone y orienta intencionalmente en su medio para buscar lo que necesita y así garantizar su existencia. Ese ejercicio es lo que la mantiene con vida y, al mismo tiempo, lo que la transforma en quién es. En la medida en la que intenta sobrevivir, forja su identidad y se hace única. Si llevamos esto al mundo de las relaciones humanas, entenderemos que todas aquellas acciones que llevamos a cabo cotidianamente para estar tranquilos, para no sentir que el mundo (o la vida) está bajo amenaza o para no angustiarnos, tienen un por qué, incluso cuando la mayoría de las veces no seamos plenamente conscientes de ello.

Hace unos años, Guillermo (33) llegó a mi consulta motivado por la idea de mejorar su relación de pareja. Ahí me contó que uno de los principales conflictos se debía a su consumo de marihuana, razón por la cual hacía tres meses había decidido dejarla. Estaba dispuesto a hacer todos los esfuerzos necesarios para recuperar su relación, y se preguntaba si sus malas actitudes estaban ligadas al consumo o si eran parte de su personalidad. Agregó que les faltaba comunicación y reflexionó que, quizás, debido a la rutina y al trabajo de ambos, se había sentido desplazado porque su pareja hace un tiempo que ha preferido a los niños (de 5, 4 y 2 años) y esto lo hace sentirse un extraño para ella. Y cuando eso ocurre, él sale o se aísla en casa y la marihuana es su compañía.

¿Por qué se aleja cuando ve a su pareja ocupada con los quehaceres de sus hijos? ¿Cuál será la poderosa razón que lo hace actuar así? ¿Qué alivia el consumo? La forma de actuar en los momentos de quiebre o angustia demuestran nuestra singularidad. Porque es ahí, en general, donde aparece lo que necesitamos restituir o lo que necesitamos proteger. ¿Por qué a Guillermo le duele tanto el no reconocimiento, la no pertenencia?

No es casual.

Cuando le pregunté por su historia y por cómo comprendía su necesidad de reconocimiento, me respondió, llorando por primera vez, que creía que tenía que ver con la falta que le hizo su padre en la adolescencia. Se sentía abandonado por él. A sus 13 años, un par de meses después de separarse de su madre, su papá se emparejó con una mujer que siempre compitió con ellos, haciéndolos sentir un estorbo. Lo que más le dolía era que su papá nunca hubiese sido capaz de defenderlos. En esa dinámica, también se sentía un extraño.

Guillermo no supo, hasta que lo conversó en terapia, que ese dolor había quedado ahí, bajo ese cuerpo corpulento, pesado y rudo. Había sido capaz de esconderlo -y también anestesiarlo a través de la marihuana- pero, en realidad, en su corazón palpitaba la pena, el dolor punzante de sentir que no tenía lugar. Y por eso cada vez que su mujer lo hacía sentir desplazado, él se sentía herido y, sin demostrarlo, se hacía un lado como si la única emoción posible fuese la rabia a través de sus malas actitudes.

Nuestra historia nos constituye. Lo que nos duele y lo que nos afecta, no es casual. Lo que nos pasa en el presente tiene una conexión ineludible con el pasado.

Pasaron varias sesiones para que Guillermo pudiera ver la relación entre sus heridas tempranas y su relación actual de pareja, sin embargo, acercarse a esos recuerdos viajando a su adolescencia y niñez fue la clave para entender el sentido de su forma de ser. Parecía ser una respuesta defensiva frente a algo que le dolía, que lo transportaba inconscientemente a la relación con su padre. No es que él fuera un tipo mal genio y de personalidad compleja. Él era un hombre dañado y se tenía que recuperar. En terapia aprendió a reconstituir parte de su historia y, con ello, pudo transitar a un nuevo modo de estar y ser en su relación de pareja.

Preguntarnos acerca de nuestra identidad es hacer una especie de ejercicio antropológico y fenomenológico para entendernos a nosotros mismos, para intentar responder la pregunta del ¿quién soy? La psicoterapia es un espacio de diálogo sostenido en la confianza, contención y pensamiento crítico-reflexivo y, en este sentido, podría facilitar esta autocomprensión.

Dialogar con otro/a te acompaña, te ayuda a recorrer y sentir los distintos caminos de tu historia; aquellos callejones oscuros y aquellos luminosos. Recorrer con otro/a ayuda a visualizar los puntos ciegos, porque todos tenemos dimensiones sagradas y protegidas, difíciles de habitar y reconocer. Estas zonas que han quedado en las sombras son muy importantes de transitar, porque también nos constituyen. Son parte de las razones que nos hacen movernos, decidir y ser. No podemos dejarlas fuera.

Escrito por

Psicóloga clínica de la Universidad Católica de Chile y Magíster en Psicología Clínica de Adultos de la Universidad de Chile. Tiene más de 10 años de experiencia como terapeuta y académica. Socia fundadora de Grupo Clínico Sur, trabaja como psicóloga clínica desde un enfoque sistémico relacional especialista en adolescentes y adultos.

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