La importancia de jugar

20.10.2022
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“Es como jugar”, me dijo Cristóbal Briceño, hace años durante una entrevista, mientras contaba una anécdota que ya no puedo recordar.

De la frase específica, en cambio, nunca me olvidé, quizá porque funciona como preciso epígrafe de la disposición de este músico ante la vida y el trabajo; tres palabras, creo, que consiguen explicar una carrera tan prolífica como atrevida. 

Acumular 34 discos y centenares de canciones con diez proyectos distintos, todo en poco más de 15 años, solo parece posible si se asume el oficio con la seriedad de un juego . Una productividad —como la de Raúl Ruiz en el cine, de César Aira en la literatura— que no luce ánimos acumulativos ni calculadores, sino más bien refleja un espíritu esencialmente lúdico. 

“El trabajo que se mantiene impregnado de juego es arte”, decía el pragmatista John Dewey a comienzos del siglo pasado, mientras denunciaba la falsa dualidad entre jugar y trabajar.

Ambas actividades, que para él estaban intrínsecamente unidas, fueron separadas a la fuerza por la industrialización y la división laboral. Cuando se aíslan una de otra, “el juego se degenera en ligereza y dispersión, en un capricho azaroso e improductivo, mientras que el trabajo se convierte en pura rutina, en algo pesado y desagradable”.

Pero el ser humano, como pensaba el holandés Johan Huizinga, fue antes Homo ludens que Homo sapiens: primero jugó y luego pensó. El juego, según él, es el origen de la inteligencia compartida, una hipótesis que me resuena mientras veo a mis hijos, ambos en la misma pieza y sentados en el mismo sillón, jugando cada uno a un videojuego distinto en su propia pantalla.

Es evidente que nunca en la historia se jugó más que ahora. La de los videojuegos es la que más vende entre las industrias del entretenimiento —más que el cine y la música juntos—, los juegos de mesa viven su era dorada —crecieron un 20% el año pasado—, y en las oficinas y corporaciones se habla cada vez más de la gamificación: cómo lograr, a través de lo lúdico y las recompensas, una mayor eficiencia y productividad.

No es el mundo que imaginaban los situacionistas, europeos posguérricos que quisieron combatir la alienación capitalista interrumpiendo la monótona rutina con happenings juguetones y controversiales. Todo lo contrario: jugando, pero sin darnos cuenta, caemos en el juego corporativo: las tarjetas de crédito dan puntos y premios mientras uno más compra con ellas, las pulseras inteligentes entregan una medalla de píxeles cuando logramos caminar cierta cantidad de pasos, las casas de apuestas invitan a jugar los partidos de fútbol con nuestro dinero.  

“Hay un principio invariable del juego”, decretó James P. Carse, autor de Juegos finitos e infinitos: “tiene que ser un acto libre. Quien lo hace por deber no puede jugar”. ¿Pero estamos jugando hoy así, libre, voluntaria e improductivamente —condiciones básicas del juego, según Huizinga—, o más bien lo hacemos forzados por esta realidad digitalizada que todo lo disfraza de jueguito?

El popular Byung-Chul Han cree lo segundo. “El juego ha sido absorbido hoy por el trabajo y el rendimiento”, escribió en uno más de sus tantos ensayos. “Las ganas que todos tenemos de jugar se ponen al servicio del trabajo, que las explota y saca partido de ellas”.

Es difícil identificar el origen de esta deformación de lo lúdico. Lynda Barry, una reconocida ilustradora estadounidense, la atribuye a una “amnesia total respecto a la experiencia del juego profundo”. Y es que como adultos olvidamos —e incluso despreciamos— el valor de esos sencillos pero invaluables momentos de juego libre, instancias formadoras de la creatividad y la imaginación a la que los niños de hoy, atiborrados de pantallas y reducidos en espacio, cada vez tienen menos acceso.    

Los colegios no han ayudado mucho, ha escrito el español Flavio Escribano, diseñador, doctor en arte y especialista en estudios de juego. En su masificación durante el siglo XX adoptaron estructuras y estéticas más similares a la de una fábrica o regimiento que al de un espacio de enseñanza con cabida para el juego. 

Aplacado por la institución escolar, jugar para los adultos quedó asociado a comportamientos infantiles e irresponsables, encarnado en peterpanes reticentes a madurar y enfrentar la realidad con la debida seriedad. Pero quien entiende la vida como un juego, por ejemplo el escritor francés George Perec, se la toma con una lúdica seriedad, siguiendo estrictas reglas de comportamiento, involucrando todo su talento, inteligencia y convicción tanto en divertirse como en ganar.    

Hijo de judíos en plena Segunda Guerra, su padre murió enfrentando a los alemanes y su madre en las cámaras de gas de Auschwitz. Atravesó angustias, inhibiciones, varios episodios de depresión y un intento de suicidio, pero la literatura y el juego —los cuales mezcló con irrepetible maestría— fueron las armas con las que enfrentó el absurdo existencial.  

“Debajo de cada truco y rompecabezas que puede encontrarse en los libros de Perec”, escribió Paul Auster, “hay una reserva de sentimientos humanos, una oleada de compasión, un guiño de humor, la convicción implícita de que, pese a todo, tenemos suerte de estar vivos”.

Escrito por

Cristóbal Bley es periodista y escribe sobre temas de la vida cotidiana: comer, dormir, caminar, reproducirnos. Un repaso por los sencillos actos que nos hacen humanos, pero que en poco tiempo hemos logrado deshumanizar.

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