“¡Es un indignado!”, me dijo el doctor al pasarme a mi guagua recién nacida. “Será normal este llanto?” me preguntaba yo, mamá primeriza.
“Nunca había escuchado a una guagua llorar así”, me dijo luego mi madre, que escuchó todo desde la sala de espera. Las enfermeras lo comentaban también: “¡Pero qué pulmones tiene ese niño! ¡Lo que se les viene!”
Once años después, solo puedo decir que, efectivamente, mi hijo estaba indignado. El mundo lo abrumaba, la luz en los ojos lo descomponía, la arena en los pies eran una tortura y los cumpleaños gatillaban grandes crisis. Mientras que yo, su mamá, no entendía nada. ¿Por qué reacciona así? ¿Cómo es que yo, siendo una persona flexible, tengo un hijo que es todo lo contrario? ¿Por qué odia los masajes si se supone que debiesen encantarle? ¿Por qué alinea sus juguetes? ¿Cómo es que siendo profesora no comprendo nada sobre su desarrollo? Los doctores me decían que todo estaba bien, pero yo sabía que algo pasaba.
La primera pista llegó a los dos años. Me encontraba haciendo un reemplazo en un colegio cuando escuché hablar sobre el Trastorno de Integración Sensorial. Rápidamente me puse a investigar y llamé a mi marido. “Esto es lo que le pasa, debemos llevarlo a un terapeuta ocupacional”. Desde ese minuto, comenzamos una larga procesión. Teníamos muchas dudas y solo dos certezas: la primera, nuestro hijo no tenía un desarrollo típico; y segundo, no bajaríamos los brazos hasta dar con las respuestas que necesitábamos. Finalmente, y luego de cuatro psiquiatras, tres terapeutas ocupacionales, cuatro psicólogas, muchos informes médicos y todavía más exámenes para descartar enfermedades, a sus 8 años llegó el diagnóstico.
El nuestro ha sido un camino largo, muy largo. Ha habido momentos donde no hemos podido ver la luz, donde sentíamos que se nos cerraban todas las puertas y que todas nos daban en la cara. Donde con mi marido hemos conversado demasiadas veces cómo ser justos con nuestros tres hijos y darle a cada uno lo que necesita, siendo que uno de ellos demanda mucho más. Pero también ha sido un camino de aprendizajes. De construirme y deconstruirme una y mil veces y de construir y deconstruir nuestro matrimonio y, con él, a nuestra familia completa. De tirar tantos prejuicios a la basura y abrir la mente como jamás pensé. De leer y estudiar, estudiar y estudiar; para poder convertirme en la experta que mi hijo necesita.
Hoy en día, creo que soy una mujer muchísimo más fuerte de lo que jamás pensé. Si bien nunca fui tímida, al mirar para atrás veo tantas situaciones donde no fui capaz de sacar mi voz. Donde para evitar la confrontación, me quede callada frente a los comentarios más dolorosos que uno puede escuchar como mamá: estás criando mal a tu hijo, eso es pura educación. Y el famoso, “solo le faltan límites”.
Las esteoritipias son movimientos repetitivos que se realizan sin un fin específico, y que generalmente se asocian al autismo y a otras neurodivergencias, por lo que eran la constatación de que efectivamente no era mi crianza lo que provocaba sus dificultades. Algo había distinto en su cerebro, y nuestro rol era conocer lo que pasaba para poder acompañarlo y apoyarlo desde ahí.
Soy consciente de lo fuerte que suena decir que esto fue un alivio. Pero eso es lo que provoca la falta de solidaridad en la sociedad. De hecho, creo que toda madre que haya transitado este camino empatizará conmigo. A nadie se le ocurriría decir que las dificultades de un hijo con Síndrome de Down se deban a la educación. Pero cuando hay una condición que no tiene rasgos físicos evidentes, las personas simplemente no creen. Parece de un infantilismo sorprendente, pero así es. Para la inmensa mayoría, si no lo ves, no existe.
Este camino no termina con el diagnóstico. Cada año tiene sus propios desafíos, así que sé que deberé seguir investigando e intentando nuevas estrategias que ayuden a mi hijo a convertirse en el adulto maravilloso en que yo sé que se convertirá. Sé que él le demostrará al mundo que las neurodivergencias llevan consigo tremendos desafíos, pero también una riqueza impresionante. Una perspectiva de las cosas que los hace destacar. Una perspectiva que es necesaria en el mundo.
Yo no sería la misma si el Síndrome de Tourette no hubiese llegado a nuestra vida. Y es por eso que me gustaría aportar mi experiencia a otras personas que estén pasando por lo mismo. Luego de haber ocultado al mundo las diferencias de mi hijo por no entenderlas; hoy tengo mucho que decir y mostrar. Sobre este síndrome y otras condiciones del neurodesarrollo, sobre la soledad que vivimos los papás de niños distintos, sobre la inclusión verdadera y no esa manoseada en los discursos. También acerca de los prejuicios a los que debemos enfrentarnos -no sólo del resto, sino de nosotros mismos-, lo que podemos y debemos hacer los profesores, los avances científicos en el conocimiento del cerebro y el vocabulario que he ido aprendiendo, y que hasta el momento solo está en boca de algunos pocos. ¿Quién hubiese pensado que en el colegio no nos enseñaron la verdad sobre los sentidos, y que en realidad no son solo cinco?
Sí, cada día se aprende algo nuevo.