Una de las cosas que me ha hecho sentir mejor cuando he estado en momentos de crisis, es trabajar. Esto me ha traído discusiones con amigas respecto a la sobreexigencia.
El tema es que no me refiero a explotarse y no “disfrutar la vida”. Tampoco a desarrollar una relación con el trabajo que apunte solo al éxito. Me refiero a la posibilidad que da el trabajo de pulirse. Y es que todo lo que he hecho en términos profesionales, me ha generado mayor seguridad en mí misma.
Lo que me parece interesante, es que este sentir no se debe necesariamente a las cosas que he podido conseguir, sino a lo que me genera el hecho de hacer. En el oficio siento que tengo el control, que mi vida va hacia donde quiero. Que yo decido. Y eso me hace sentir realizada y tranquila.
Es decir, si estoy cansada, intento darme el tiempo de escucharme. Me tomo un rato para mí. A pesar de que en esos momentos es cuando más quisiera pintar para canalizar o procesar lo que me tiene mal, también es bueno experimentar el no hacer nada.
Me doy cuenta gracias a mi experiencia trabajando como diseñadora y artista que es bastante imposible dedicarse solo a la pintura, al menos en Chile. Por eso es necesario complementar esa pasión con un trabajo remunerado, que permita generar el dinero para pagar la vida. Y para pagar la tranquilidad necesaria para crear. “I was looking for a job and then I found a job, and heaven knows I’m miserable now”, dice The Smiths en Heaven Knows I’m Miserable Now. Así se siente dedicarle horas de tu vida a algo que no te llena del todo, y es lo que tenemos que hacer la mayoría de las personas. No haberlo hecho nunca es un privilegio monumental. En mi caso, tengo un trabajo fijo como diseñadora y doy clases en un colegio y en una municipalidad. Además, tomo constantemente encargos freelance y diseño mis propios productos, como poleras y merchandising.
Y en el último tiempo he descubierto que hacer clases me gusta mucho. Significa bastante entrega y tiempo para planificar lo que uno va a enseñar, pero dentro de la sala sucede algo muy especial con los alumnos. Ahora pienso y empatizo con mis profes. Un saludo respetuoso a cada uno de ellos, perdón por no callarme en toda la clase.
La relación que se genera con mis alumnos es muy hermosa, porque es profesional, pero también es afectuosa; yo les entrego algo con mucho gusto y ellos lo reciben y lo aprecian. Tengo la suerte de dar clases sólo a personas que han elegido mis talleres, que no están obligadas a estar ahí. Este es el segundo año que hago- junto a una querida amiga y un autor-, un taller de cómic para niños entre 8 y 12 años. Lo entretenido es que ya los conozco, sé cómo dibujan, sé lo que les gusta. Particularmente a los niños es interesante hacerlos dibujar, porque sus mentes son muy creativas, tienen ideas locas y desprejuiciadas.
El mayor desafío es que para dar clases también hay que prepararse y estudiar, pensar el año entero. Y como en cualquier trabajo, eso cansa. A veces estoy triste y la clase hay que darla igual. Pero los niños son increíbles porque perciben esas cosas y siempre salgo repuesta; en cierto sentido me contagian esa energía transparente propia de la niñez.
Para mí el dibujo es algo muy importante, y eso es lo que intento traspasarle a las personas que van a a mi taller: que los ejercicios sean canales para descubrir la voz autoral de cada uno/a y que ese hacer los impulse y anime a expresar su identidad y destacar su singularidad. Me siento feliz de estar construyendo un lugar seguro y cómodo en el que mis alumnos y alumnas pueden sentir, expresarse, dibujar y aprender. Espero proporcionarles un espacio creativo en el que puedan sentirse libres de ser quiénes son.
En clases tengo la sensación de estar haciendo algo que tiene sentido. El ambiente es de mucho respeto y compañerismo, y eso también me alegra. Me sorprende que todos son muy profundos y sensibles y por eso quiero darles herramientas para que cultiven su mundo interior, lo que finalmente contribuye a una mejor convivencia y relación entre las personas.