Contar con relatos universales que nos guíen como humanidad y nos proporcionen un sentido más amplio de existencia es fundamental, especialmente en momentos donde nos enfrentamos a crisis climáticas, políticas y económicas. ¿Cómo es que las historias son capaces de asegurar ese poder transformador?
Cuando alguien ve el trailer de “La Memoria Infinita”, el documental chileno nominado a los Premios Óscar 2024, podría pensar que la película retrata las facetas del Alzheimer; una enfermedad brutal que impacta tanto a quien la padece como a todo su entorno y que, por su desarrollo en la esfera íntima, es difícil de comprender sin una experiencia directa. Más que mal, se cuenta la historia tras el diagnóstico que recibe el periodista Augusto Góngora a sus 62 años y cómo maneja esta enfermedad en sus últimos días junto a su pareja, la actriz Paulina Urrutia; con quien compartió la vida por 25 años.
Sin embargo, todos quienes hemos visto la película de la cineasta Maite Alberdi sabemos que esa descripción queda corta. El relato, sensible y sobrecogedor, no es una narración superficial ni aborda solamente el cómo se vive esta enfermedad en un país como Chile, donde el Alzheimer y otras enfermedades similares son estigmatizadas y a menudo incomprendidas. Aquí se cuenta una historia de amor.
Como muchas películas, series y documentales, “La Memoria Infinita” es uno de los tantos ejemplos de cómo las historias nos estructuran y nos permiten darle sentido a una vida que no siempre lo tiene. Y es que como ha dicho el escritor peruano y premio Nobel de Literatura en 2010, Mario Vargas Llosa, gracias a las historias tenemos la posibilidad de explorar mundos que no podríamos conocer de otras maneras.
Los beneficios de los relatos, dice Llosa, son extensos, porque no solo nos dan la posibilidad de vivir múltiples vidas o hacernos conocer la riqueza de nuestra propia lengua, sino que nos permiten obtener un sentido más amplio de comunidad. “La especialización tiene muchos beneficios para la humanidad: enriquece el conocimiento de ciertas parcelas del saber, pero al mismo tiempo nos incomunica. Nos aísla en un mundo desde el cual es difícil comunicarse con los otros. Y esa separación, esas fronteras que la especialización va creando entre los seres humanos, constituyen un gran peligro para reconocer en el otro, en los otros, aquello que somos nosotros mismos, es decir, ese común denominador que establece la fraternidad entre los seres humanos, pues nada nos ayuda tanto a recordar y conocer su fraternidad como la literatura”.
Contar con relatos universales, que nos guíen como humanidad y nos proporcionen un sentido más amplio de existencia, es fundamental, especialmente en momentos donde nos enfrentamos a crisis climáticas, políticas y económicas, que nos generan una incertidumbre tal, que dudamos de todo aquello que nos era conocido. Ese valor es recatado por el filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul Han en su último libro, “Vida Contemplativa”, donde se pone en cuestionamiento el exceso de producción y la hiperactividad que gobierna nuestro cotidiano, proponiendo dar paso a una existencia más pausada y contemplativa. Solo así, dice, los seres humanos podemos alcanzar un sentido profundo de conexión con nosotros mismos, con los demás y con el mundo que nos rodea.
Sin embargo, en su análisis, Byung-Chul Han sostiene que tener espacio para esa actividad contemplativa es complejo, porque vivimos para sobrevivir. Estamos inmersos en una intensidad tal que no se da pie a la reflexión, y mucho menos a la creación de relatos universales y duraderos que nos proporcionen un sentido más amplio. Algo que sería clave para orientar la vida presente que él define como escurridiza, pasajera y mortal.
“El ser humano es un animal narrans, un animal narrador. Nuestra vida, sin embargo, no está siendo determinada por un relato vinculante, coercitivo, que nos pueda dar sentido y orientación. Estamos muy bien informados, pero carecemos de orientación debido a la ausencia de un relato. Si la felicidad humana, como dice Nietzsche, depende de que haya una verdad indiscutible, entonces estamos realmente desprovistos de felicidad. La verdad es un relato. Las informaciones, por el contrario, son aditivas. No se condensan en un relato”, agrega.
En ese escenario donde los grandes relatos han desaparecido, contar con historias que nos vinculen es esencial para avanzar en la cohesión social. Ese valor quedó demostrado en el Primer Estudio Nacional de Polarizaciones, realizado en conjunto por Criteria y la iniciativa 3xi, donde se reveló que las personas que están en lados políticos aparentemente opuestos tienden a tener percepciones mutuas que reproducen estereotipos, las que se diluyen cuando estos grupos se sientan a conversar. Son ideas erróneas que surgen solo por el hecho de no tener una base mínima de comunicación.
Si construimos esos grandes relatos, no solo vamos a poder entendernos mejor entre ciudadanos y ciudadanas, sino que se nos hará más fácil preservar de mejor manera nuestra identidad. Nuestra memoria. El psicólogo y sociólogo francés Maurice Halbwchs sostiene que al contar con narrativas compartidas, las personas somos capaces de transmitir y mantener experiencias, valores, creencias y tradiciones que permiten dar sentido al pasado y orientar el futuro.
“Los grupos tienen necesidad de reconstruir permanentemente sus recuerdos a través de sus conversaciones, contactos, rememoraciones, efemérides, usos y costumbres, conservación de sus objetos y pertenencias y permanencia en los lugares en donde se ha desarrollado su vida, porque la memoria es la única garantía de que el grupo sigue siendo el mismo, en medio de un mundo en perpetuo movimiento”. Son las historias las que nos van a proporcionar un sentido de pertenencia, propósito y significado que trasciende nuestras vidas particulares. Porque como decía la escritora feminista Chimamanda Ngozi Adichie, las historias se definen por el principio de nkali, una palabra cuya traducción es “ser más grande que el otro” y, por lo mismo, es esencial contar con múltiples relatos que nos conformen.