Fui a ver la exposición Lo bello, lo sublime y lo terrible de Pedro del Campo pocos días después de que la montara en Lo Contador. Era una tarde de verano, después de almuerzo, y había pocas personas en el campus.
Había leído antes su tesis de Magíster en la que traducía a versiones planimétricas y arquitectónicas los grabados de la serie Carceri d’invenzione (1745-1761) de Piranesi. Pero no las había visto expuestas, todas juntas, al mismo tiempo y suspendidas a la altura del cuerpo en el zaguán por el que se accede al lugar.
Varias cosas pasaban. La primera es que el trabajo de Pedro dialogaba –intencionalmente o no– con el trabajo de Gonzalo Claro, ya que los ocho paneles de acrílicos con los estudios para las plantas de las cárceles pendían del suelo, elevado en el primer nivel del edificio diseñado por la oficina de Claro el año 2015, y la transparencia de las planchas provocaba que, a través de los espacios que se abrían entre sus dibujos, aparecieran recortes de vigas y pilares o pedazos de la baranda amarilla, asomados entre líneas a mano alzada y apuntes manuscritos sobre el papel mantequilla. Entre ellos había calces y descalces.
A través de uno de esos cortes o aperturas, esa tarde vi un fragmento triangular del ventanal del primer piso en cuyo reflejo se distorsionaba una escena cotidiana del campus: la copa de un árbol levemente agitado por el viento y una alumna con su bicicleta cruzando hacia la salida. Detrás de ese reflejo inestable, borroso, se veía, a través del vidrio, la figura de una persona en el interior del edificio. Al igual que yo, estaba de pie y quieta mirando las láminas de estudio y los bocetos con que Pedro había borroneado sus ideas. Claramente no era consciente de estar siendo observada.
Un rato después, saldría del campus y me encontraría en la calle, por azar, con Paula Velasco, directora del Magíster de Arquitectura UC (MARQ). Comentaríamos el montaje de la exposición y hablaríamos de ese muro de bocetos, al que ella se referiría como el laboratorio del proyecto. Me gustó esa idea de exponer el tras bambalinas o los andamios mentales de la tesis. El laboratorio proponía un estado intermedio entre lo terminado y lo empezado. Pero mientras estaba ahí, quieta, en medio de las planchas de la exposición, esa pared de dibujos por entre los que se colaba la luz, todavía no tenía nombre para mí y esa persona que los observaba a lo lejos, dándome la espalda, no tenía identidad.
Poco antes de morir, Gordon Matta-Clark proyectó y construyó su Oficina Barroca (1977) en Amberes. En los planos de ese proyecto –algunos de los cuales se encuentran en la Fundación de Arquitectura Frágil– vemos que, durante el proceso, también se encontró con cuatro rincones de nada que resultaban, inevitablemente, de los cortes que haría. A ellos los identificó y denominó con su lápiz, en letra manuscrita como vacío, vacío, vacío y vacío. Pienso que lo que hizo fue darles a esos espacios residuales un reconocimiento a la vez que la posibilidad de quedar en suspenso. ¿Para qué? Para que hagamos lo que queramos. Igual que entre los vacíos de Pedro. Los de las plantas y los del montaje. En mi caso, lo que hice fue quedarme quieta y observar a través de ellos. Lo hice como si me encontrara protegida para dotar de identidad a esa persona desconocida. Sólo así pude imaginar la continuidad de una conversación interrumpida con alguien a quién había perdido en el pasado. Porque lo que podía hacer a través de esos huecos era asomarme a lo improbable.
Por esas fisuras entre los bocetos colgados de Pedro, entraban franjas de luz que me impedían adjudicarle cualquier seña identitaria a esa persona que las estaba mirando. De espaldas y a contraluz ese alguien podría haber sido hombre, mujer, una persona vieja, joven, incluso, podría haber sido el mismo Pedro. Una sombra que, desde donde me encontraba, parecía remitir a la misma escala que Piranesi le dio a la presencia humana en sus cárceles: mínima. Casi imperceptible. De hecho, antes de leer la tesis de Pedro y empezar a escribir sobre este proyecto, en mi engañosa memoria las Carceri estaban deshabitadas. Eran unas enormes ruinas, entre romanas y medievales, vistas desde un nivel inferior a la construcción, esperando su derrumbe. Pero Marguerite Yourcenar -quien las retuvo con más detención-, dijo que el verdadero horror de estas prisiones residía en la indiferencia de esas “hormigas humanas vagando dentro de espacios inmensos, y cuyos grupos diversos ni siquiera parecían percatarse de su respectiva presencia”. Según Yourcenar, el rasgo más inquietante de esta pequeña multitud, era la inmunidad al vértigo ligeros, “muy a gusto en esas alturas delirantes, estos mosquitos no parecen advertir que se hallan al borde del abismo”. (Yourcenar, 1984).
Con esa idea en mente, pensé en otro tipo de precipicio al que nos enfrentamos cuando queremos capturar algo que desafía nuestra escala. Me refiero a una función que casi todos los teléfonos inteligentes tienen incorporado a su sistema: un lente macro que permite –como prometen sus publicidades– tomar fotos muy cerca del objetivo, ampliando sus detalles mínimos.
En el verano ocupé el lente macro de mi teléfono para observar algunos insectos que se encuentran en la Patagonia y en la isla de Chiloé. Lo cierto es que sentí vértigo al comprobar los brillos, texturas y formas en sus anatomías, detalles que me estaba perdiendo por no observarlos más de cerca. ¿Cómo denominar la distancia que me separaba con ese mundo microscópico y maravilloso con el que coexistía, que estaba ahí, al alcance de mi mano, pero que no podía mirar sin un lente que ampliara mis capacidades? Me pregunto esto porque ahora me doy cuenta de que el acceso a esa realidad, tal como los hallazgos presentes en las láminas de Pedro, ocurren al borde de un umbral y remiten a un gesto: asomarse. A través de ese lente aumentado me estaba asomando a una realidad a la que no tenía siempre acceso, tal como a través de los cortes y vacíos de las láminas expuestas me podía asomar al entorno del campus, en la medida en que se abría un diálogo entre las plantas de las Carceri, ficcionadas por el tesista y los grabados mismos de Piranesi, que me permitían especular sobre la identidad de esa persona, a lo lejos.
Pienso que algo similar ocurre cuando observamos las grietas de lo que se rompe: no vemos la cosa que fue, ni su ruina, sino que un espesor intermedio que antes nos resultaba invisible. En ese sentido, podríamos pensar que la tesis de Pedro rompe, especialmente mediante su montaje, una dimensión de lo existente para mostrarnos otra. ¿Cómo dibujar las planimetrías de pilares que no llegan hacia el suelo, de pasillos que no llevan a ninguna parte y de escaleras que conectan espacios imposibles de juntar? Al mirarlas como unidades que pueden ser acopladas, las Carceri de Piranesi proponen este desafío, pero ¿quién se siente convocado a recomponer estas distorsiones espaciales y a reconectar los fragmentos de un rompecabezas que se revela aparentemente irresoluble? (Del Campo, 2023: 8).
Entonces, quizás, Lo bello, lo sublime y lo terrible se trataría de recomponer y reconectar unas visiones trágicas, como las denominó Manfredo Tafuri, que hasta ahora no habían sido vistas como una sola, con el afán de conectar, no sólo para hacer aparecer algo que era invisible sino que para generar un espacio nuevo de diálogo.
En su libro La esfera y el laberinto (Gustavo Gili, 1984), Tafuri apuntó a que las perspectivas sistemáticamente descoordinadas de Piranesi representaban “espacios imposibles que construían una retórica del infinito, cuya expansión ocurría en un espacio interior.” Llevo poco tiempo trabajando en la Fundación de Arquitectura Frágil, pero ya he aprendido algunas cosas importantes. Una de ellas es la diferencia entre lo imposible y lo improbable.
A propósito de esto, alguna vez en una entrevista Smiljan Radić dijo que las Caceri de Piransei parecían tanto exteriores construidos como interiores destruidos. Es que su volumen exterior aparecía varado en un paisaje irracional, como lo hicieron también esas arquitecturas de realidad improbable del constructivismo ruso y otras de los años ‘60. Radić se refería en esa entrevista, específicamente, a la Aircraft Carrier City (1964) de Hans Hollein, un fotomontaje en el que al final de un paisaje yermo se emplaza un irreconocible objeto industrial de escala monumental.
Sabemos que Hollein recurrió a la tecnología de las máquinas, en este caso un portaaviones, para crear una arquitectura absoluta y sin estilo identificable. Trayendo este ejemplo a presencia, Radić dijo que lo que le atraía de estas arquitecturas era que si desde el principio asumían su realidad improbable, la representación del proyecto se transformaba en una especie de construcción en sí misma. Y en el contexto de los proyectos concursables, esto solía ser un fracaso anticipado.
En esa línea, me parece que el proyecto de Pedro se inscribe en esa tradición de lo improbable, pero no imposible. Creo que como tesista fue y es consciente de su relación con el fracaso, al mismo tiempo que ocupó esta oportunidad académica de dos años para establecer un sistema de creencias. Su propio sistema de creencias. Y tras largas jornadas de trabajo que significaron la elaboración de más de 250 dibujos, nos devolvió una secuencia de espacios que vemos montados en la entrada al campus, donde se abren interiores y exteriores, unos sobre otros, nuevos y antiguos. Especulaciones sobre ficciones, proliferando y distorsionándose. Ahí están los grabados de Piranesi en su versión original, pero también están sus versiones traicionadas y yuxtapuestas, en un montaje que permite que nos asomemos, aunque sea momentáneamente, a lo desconocido.
Y pienso aquí en el divagar, una práctica de la que mi maestro, el escritor argentino Sergio Chejfec, hizo su metodología de escritura. De hecho, lo primero que Sergio hacía cuando llegaba a una ciudad que no conocía era abrir su mapa, encontrar la superficie verde más grande que se pudiera atravesar caminando -que casi siempre correspondía a un parque o a un jardín botánico-, para internarse a pie, sin miedo a perderse. Esta práctica corporal, pero también escritural, lo hizo reflexionar sobre cómo divagamos en Internet cuando a través de una primera ventana y un hipervínculo vamos alejándonos, siguiendo la promesa de mayor claridad en el sitio siguiente, distanciándonos un poco de nuestra inquietud anterior, pero también construyendo un espesor compuesto de una serie de ventanas y asociaciones inesperadas.
Pero no quiero perderme. Vuelvo a la tesis de Pedro, en la que él no sólo quiso concebir los grabados de Piranesi como espacios tridimensionales, sino que buscó integrarlos. Parte central de su tesis fue que las cárceles en los grabados de Piranesi eran una sola gran cárcel. Su propuesta tiene ciertos antecedentes teóricos bastante conocidos. Aldous Huxley, quien escribió sobre estos grabados, dijo que todas las estampas de la serie eran evidentes “variaciones de un mismo símbolo, que remite a cosas existentes en las profundidades físicas y metafísicas del alma humana” (Huxley, 2012, 65). Esta posibilidad de una sola gran edificación carcelaria me parece a la vez conciliadora y terrible. Primero, porque si los miramos así, sus fragmentos deben ser reunificados, lo que propone un horizonte de trabajo perfecto para una maestría; y segundo, porque si fueran una sola edificación, quizás no habría afuera: es decir, esta gran cárcel sería simultáneamente interior y exterior, fragmento y totalidad, pieza, parte y todo de una gran y envolvente realidad sin salida.
Esta idea tampoco es nueva. En 1974, Denis Hollier se preguntó si la prisión no era acaso un nombre genérico para designar a toda producción arquitectónica. ¿Es posible concebir una arquitectura que no inspire, como en Bataille, un buen comportamiento social, o que no produzca, como en la fábrica disciplinaria de Foucault, locura o criminalidad?
En ese sentido, celebro que la tesis de Pedro rompa con este juego de espejos sin fin y haya sido pensada como una acción de liberación creativa y disciplinar. Porque Lo bello, lo sublime y lo terrible no es un proyecto constructivo, ni menos edificante. De hecho, creo que no es una tesis sobre Piranesi, sino más bien una operación exploratoria y algo absurda que remite a una práctica a veces mirada en menos por la academia: el juego. “Hacer esto fue como armar un rompecabezas”, me dijo Pedro cuando nos conocimos. El juego, por supuesto, era disciplinar y capaz de inquietar al canon histórico recurriendo a uno de sus próceres más nombrados, pero también era interdisciplinario y sucio, en la medida en que estuvo contaminado de ficción y especulación, y que se tomó bastantes libertades.
Pedro hizo conversar las cárceles de Piranesi con las fotografías de minas de carbón capturadas por Bernd y Hilla Becher, porque le parecía que sus imágenes reinterpretaban estas estructuras del pasado, consideradas obsoletas y que presentaban un aura de misterio y abandono. Estas fotografías, dice Pedro, simbolizan “una convergencia de tiempos, donde pasado y presente se entrelazan” (Del Campo, 2023: 318). Al leer esta vinculación que él hizo espontáneamente, pensé en las “Entrevistas Imposibles” que la revista Vanity Fair publicó durante la década de 1930. Una sección en que el artista mexicano Miguel Covarrubias ilustraba a dos figuras de la historia reciente conversando en un diálogo ficticio, y que en la realidad hubiera sido bien poco probable que ocurriera.
Así, en las páginas de la revista, se desplegaron debates imaginarios entre personalidades tan distintas como la diseñadora de moda Elsa Schiaparelli y el revolucionario político Josef Stalin o la astróloga Evangeline Adams y el científico Albert Einstein. Si bien las conversaciones eran ilustradas en un tono caricaturesco por Covarrubias, su contenido ponía en evidencia un abismo.
Rescatando esta operación del diálogo improbable, pienso en otras conversaciones o resonancias que hoy podrían surgir a propósito de esta tesis de Magíster y que no responderían a una pulsión de confrontación, sino de inesperadas semejanzas y filiaciones. Por ejemplo, mientras leía Lo bello, lo sublime y lo terrible, me cautivó la idea de una unidad modular que en su multiplicación constituyera una sola edificación y pensé en el proyecto Habitat 67, de Moshe Safdie, edificado en Montreal. Erróneamente, se ha dicho que esta fue la tesis doctoral de Safdie, cuando en realidad fue la tesis de su Magíster. No voy a describir ese proyecto que terminó construyéndose para la Exposición Mundial de 1967, pero sí diré que cuando la visité el verano pasado tuve la impresión de que sus 354 encofrados de hormigón, idénticos y dispuestos en diferentes combinaciones –que alcanzan hasta 12 plantas de altura–, daban la impresión de ser al mismo tiempo módulos particulares y extensiones de una gran totalidad. Una sola construcción que, al igual que la tesis de Pedro, tenía la potencia de estar interconectada.
A nivel visual, y sólo por nombrar otra obra hecha ese mismo año, pienso en otro diálogo improbable, pero no imposible, que esta tesis establecería con el Laberinto móvil de escaleras (1967) de Constant; un dibujo hecho con lápiz y pintura sobre papel en el que la escala humana es variable y las escaleras son inconducentes, y asistimos a una gran fusión entre el fondo y la figura de lo que ahí se representa. Un espacio dinámico, inverosímil y bellísimo. O si queremos ir más atrás, sin abandonar la tecnología de la escalera, una podría pensar que el lenguaje visual de Pedro conversa con el Desnudo bajando la escalera (1912) de Marcel Duchamp, célebre entre otras muchas cosas porque The American Art News ofreció una recompensa de diez dólares al primer lector que pudiera “encontrar a la dama desnuda” dentro de ese revoltijo de planos puestos uno encima de otro. Esta idea de un sujeto no identificable me lleva de vuelta a la tarde de verano en que vi por primera vez el trabajo de Pedro montado y a las múltiples posibilidades que plantean sus huecos.
Es que sus dibujos y la insistencia de su trazo no sólo atraen la presencia de otras pinturas y dibujos, sino que de otros interiores construidos o diseñados, en otros momentos históricos, distantes y envolventes, próximos o lejanos, reconocibles y no. Entre recortes y vacíos, las hormigas que vio Yourcenar en las Carceri de Piranesi, tienen una posibilidad de tránsito, de salida y también de propósito. Quiero decir, un rumbo que lleva a un afuera. Y que como mínimo, nos ha llevado hoy de Duchamp a Constant, de Constant a Safdie y de la Exposición Mundial de 1967 a las páginas de la Vanity Fair en los años 30, pasando por las fotos de minas de carbón, con asomos de Chejfec paseando por parques, Radić leyendo Hollein, hasta llegar de vuelta al arquitecto que diseñó el edificio del campus donde se encuentra la muestra.
Y donde me encontraba yo, unas semanas atrás, cuando todavía era verano. Una tarde, después de almuerzo, cuando me quedé viendo a través de las láminas y sus aperturas a esa persona de espaldas, a lo lejos que remitía a la escala de los seres humanos en los grabados de Piranesi.
Digo esto porque mi cuerpo frente a su trabajo, a diferencia de los cuerpos en los grabados de Piranesi, no fue indiferente ni inmune al vértigo. Puedo decir que me sentí removida, inquietada y convocada a movilizar mi pensamiento. Esto es porque las láminas de Pedro le abren a la imaginación una posibilidad de traspaso y desplazamiento. Quizás la fuerza más contraria al concepto de cárcel.
Referencias
Del Campo, Pedro (2023). “Dieciséis es a uno. Cómo reconstruir la unidad de la serie Carceri d’invenzione” [Tesis] Pontificia Universidad Católica de Chile.
Hollier, Denis (1974). La prise de la Concorde: essais sur Georges Bataille. Paris: Gallimard.
Huxley, Aldous (2012). Las cárceles de Piranesi. Madrid: Casimiro.
Yourcenar, Marguerite (1984). The dark brain of Piranesi and other essays. New York: Farrar, Straus, Giroux.