Una historia de verdad

22.01.2025
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Una historia de verdad puede significar dos cosas: una buena historia o una historia sobre la verdad. Quiero las dos. Al mismo tiempo. Esta ambición tiene su propia historia. Y es que las historias sobre la verdad tienden a no ser buenas historias: el dato objetivo, el argumento correcto, la precisión del lenguaje, el número justo y la fidelidad a la realidad.

Ya denunciaba esto Oscar Wilde en La decadencia de la mentira (1898) cuando decía que es la naturaleza la que imita al arte y no al revés. Con esto quería decir que el artificio imaginativo del arte podía captar con más belleza la verdad de las cosas: sin necesidad de pruebas, sin correlato factual. Lo artificioso puede ser una simulación a lo que bien se le puede llamar “mentira”, pero puede ser una bella mentira, una que se sostiene por sí misma. “Después de todo, ¿qué es una bella mentira? Pues, sencillamente, la que posee su evidencia en sí misma”. La perfección del arte se encuentra en sí mismo, no fuera de él: “Es velo más bien que un espejo.”

Esta es una provocación: mentir para decir la verdad. Pero es una provocación que resulta adecuada si entendemos que al mentir o, al menos al velar, estamos contando una buena historia.

El recurso inventivo necesariamente hace uso de la ficción. Pensamos que contar historias es una vía de la fantasía, suponiendo que hay una forma de narrar que no es fantástica. Pero narrar es siempre una producción fantástica. Narrar hechos lo es. Se puede hacer con más o menos gracia, con más o menos inventiva. En definitiva, se puede contar una buena o una mala historia.

Quizás basta comenzar con una palabra al azar: “planeta”. Decir otra: “pierna”. Una conexión arbitraria que abre una historia improbable con respecto a la exigencia de la realidad, pero posible en su propia regla creativa. El binomio fantástico, le llama el escritor italiano Gianni Rodari en su Gramática de la fantasía (1983). “Un planeta de piernas”, “una pierna en un planeta”, “un planeta con piernas”. La inventiva de una historia puede empezar con una regla tan arbitraria como “palabras que comiencen con la letra p”. Como una piedra que cae al agua produciendo ondas circundantes, asimismo, dice Rodari:

Una palabra dicha impensadamente, lanzada en la mente de quien nos escucha, produce ondas de superficie y de profundidad, provoca una serie infinita de reacciones en cadena, involucrando en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al inconsciente, y que se complica por el hecho que la misma mente no asiste impasiva a la representación

En clases de filosofía siempre trato de contar una historia. Lo hago pensando en que atiende a la intención narrativa de los mismos autores. No se requiere a un estilista como Platón para verlo. En la prosa seca de Aristóteles también la hay. En la primera línea de la Metafísica, afirma: “todos los hombres desean por naturaleza saber”. En esa pretensión de universalidad hay una provocación estética donde se mezclan el saber y el deseo. Esa frase es el comienzo de una buena historia porque se crea un espacio artificial, improbable, pero de relaciones posibles. Una buena historia siempre juega con lo probable y lo posible: reduciendo lo probable, extendiendo lo posible. 

Martin Heidegger, en un curso de introducción a la filosofía (1928-1929), parte diciendo: “El objetivo de este curso es introducir a la filosofía. Pero si ustedes tienen la intención de hacerse introducir en la filosofía, ello supone que empezamos estando fuera de la filosofía.” En seguida, les vuelve a advertir: “pero no estamos en absoluto fuera de la filosofía, y ello no porque acaso contemos ya con ciertos conocimientos de filosofía”. Lo que le está diciendo a los novatos es lo siguiente: ustedes creen que esto es una introducción, lo que supone que están fuera; pues bien, tengo noticias: no están fuera, por lo tanto esto no es una introducción. Es una provocación. La fabricación narrativa acá tiene que ver con la expectativa de los estudiantes de primer año permeables al extrañamiento, listos para resignificar el sentido que puede tener la palabra “introducción” y “filosofía”, otro binomio fantástico. Podría asegurar, sin saber nada del caso, que ninguno de esos estudiantes olvidó esa clase. Heidegger les contó una buena historia. 

Lo posible puede rayar con el absurdo. La exigencia de sentido se parece a la exigencia de realidad. El propósito de una buena historia no es hacer sentido, sino que restaurar la intensidad del sentimiento, dice Susan Sontag en una entrevista con John Berger (1983). Quiero pensar que con esto se refiere a la belleza. La belleza de algo es su historia, “una bella mentira”. No sé nada del señor que vende nueces en la esquina, pero en ese encuentro hay una historia, simplemente porque repite “nueces mariposa”. Cuando dice “nuez” y “mariposa”, en la forma de un binomio fantástico, la belleza del lenguaje se impone no porque haga sentido, sino precisamente porque no lo hace. Como dice Sontag en la misma entrevista:

Una de las funciones de narrar es introducir un sentido de lo fantástico, que puede incluir lo absurdo, más que redimir la realidad de su falta de sentido. No creo que una historia deba necesariamente tener sentido. No me interesan las historias por sí mismas, sino verme atrapada por un personaje, liberar mi imaginación hasta un nuevo nivel gracias al lenguaje. 

Articular una buena historia permite captar la verdad en el modo. El modo de narrar no tiene tantas reglas o, más bien, cada modo tiene sus reglas. Y en esto, junto con la exigencia de realidad y de sentido, se cae la de linealidad. Alessandro Baricco lo dice en la Vía de la narración (2023): “La historia es siempre movimiento, pero no entendido como un paso rectilíneo de un punto A a un punto B, sino como la organización dinámica de una intensidad que procede de un choque de partida. Es el campo magnético que se forma alrededor de una iluminación. La historia nunca es una línea, sino siempre un espacio”. La metáfora espacial da con un elemento crucial. De partida, se desembaraza de la metáfora temporal donde prima la sucesión de eventos, la concatenación de relaciones causales.

El espacio en movimiento es lo que se abre, lo que se muestra de una sola vez. “Había una vez” remite mucho más a un espacio que a un tiempo. 

Las reglas de cada modo parecen obedecer al objeto tratado, si acaso es un concepto, un fenómeno, una vida o un evento. El modo de contar una buena historia sobre un fenómeno o un evento puede configurarse con datos, fechas e hitos, sin prescindir del espacio en movimiento. Ese espacio está abierto a ser tratado desde la belleza del lenguaje metafórico, desde el absurdo, incluso desde la poesía, como bien lo hizo Nicanor Parra en el poema “El demonio de Newton”, una lección de mecánica sobre equilibrio estático. Los científicos conocen la fuerza creativa del lenguaje. Llevan generando conceptos figurativos para explicar las cosas hace siglos: la fuerza de la naturaleza en termodinámica, la cadena de adn en genética, el árbol de la vida en biología, el cerebro como un computador en neurociencia. Esto no quiere decir que no haya diferencia entre lo que hace la narrativa de la ciencia y lo que hace la literatura. Simplemente significa que hay modos para la ciencia de contar historias, de narrar “bellas mentiras”. 

Lo proponía Gabriela Mistral  como profesora de escuelas públicas y teórica de la didáctica. El profesor de biología ha de ser tan bueno para narrar sobre su objeto como el de literatura. “La zoología es un buen contar de la criatura-león, de la criatura-ave y de la criatura-serpiente, hasta que ellas, una por una, caminen, vuelen o trepen delante de los ojos del niño, gesticulen y se le metan en el alma”. Ahí se abre un espacio. Y lo que tiene el espacio es que abre relaciones. Esa iluminación de la que habla Baricco es el centro de esa fuerza magnética que atrae todos los puntos de alrededor, relaciones improbables pero posibles. La atención está puesta ahí, en la palabra lanzada al centro, provocando reacciones concéntricas como la piedra que cae al agua.

Quiero una historia de verdad. Una buena historia y una historia sobre la verdad. Solo hace falta que sea bella, aunque sea una mentira.

Escrito por

Trinidad Silva estudió Filosofía en la UC. Hizo un magíster en Estudios clásicos en UCL (University College London), donde luego realizó su doctorado en filosofía antigua. Desde 2016, ha desarrollado, junto a su hermana, proyectos de literatura informativa infantil. Actualmente es profesora e investigadora del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica.

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