Caminar por caminar

30.05.2022
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En mi muñeca tengo un reloj que muestra cuántos pasos caminé durante el día. Si supero los diez mil, la pulsera me premia con una vibración, algo así como una medalla virtual que me dice “¡Cumpliste tu objetivo!”. Aunque me inunda una ridícula sensación triunfal, al instante aparece una cierta vergüenza. ¿Desde cuándo caminar se transformó en una competencia, en un “objetivo” que se mide, en otra métrica más ante la cual rendir?

Nunca antes caminar por las ciudades fue tan fácil y seguro como por estos días, pero todo indica que andamos mucho menos que antes. Es lo que concluye Rebecca Solnit en su ensayo Wanderlust, una historia del caminar (Hueders, 2015), donde muestra que faroles, veredas elevadas y asfaltadas, señalización y desagües son avances recientes, ya que hasta el siglo XIX en Europa —y bien entrado el XX en América del Sur— hasta las más céntricas calles eran oscuras, embarradas, hediondas y desniveladas, imanes de accidentes y crímenes nocturnos, con carruajes anómicos que atropellaban todo a su paso.

A pesar de las comodidades e infraestructuras, caminar se ha vuelto un lastre, un número de pasos que cumplir para mantenernos sanos; pocas veces es el medio de locomoción primordial en las grandes urbes y casi nunca un panorama placentero de realizar. Cierto es que la modernidad no ayuda: a comienzos del siglo XX se pasó de la “ciudad caminante”, como la define el historiador Kenneth Jackson —un espacio que se podía recorrer a pie en dos o tres horas—, a la predominancia de lo suburbano, donde la planificación fue hecha a escala automovilística. Ahora existen aceras y semáforos, sí, pero son pocos los privilegiados que cuentan con un entorno amable por el cual pasear. 

Según los antiguos chinos, las personas tenemos “cuatro dignidades”: levantarnos, acostarnos, sentarnos y caminar. “Son dignidades en tanto constituyen formas de ser cabalmente nosotros mismos”, dijo el poeta Gary Snyder. En especial el caminar, que en este apresurado contexto contemporáneo —donde no deja de ser visto como una pérdida de tiempo— puede suponer una forma de nostalgia o de resistencia, tal como lo apunta el sociólogo francés David Le Breton.

Seguro que esa improductividad de la caminata es la que se busca revertir con los contadores de pasos, tecnología que le entrega eficiencia a nuestros vagabundeos. Pero es justamente esa inutilidad del caminar la que ha sido desde siempre valorada por artistas, filósofos y otras mentes creativas.

Rousseau reconoció que “nunca pensé tanto, nunca he sido tan yo mismo como en los viajes que he hecho solo y a pie. Hay algo en el caminar que estimula y anima mis pensamientos”. Virginia Woolf, quizá exagerando un poco, dijo haber “escrito” libros completos paseando por parques y plazas, como la Tavistock Square de Londres.

Algunas teorías antropológicas argumentan que el bipedalismo —movernos en dos pies— fue lo que permitió nuestro robusto desarrollo cerebral y la consiguiente hegemonía del Homo sapiens. Poblamos el planeta caminando, pero nos cansa ir a pata a comprar el pan. Buscamos en Google Maps la ruta más rápida por miedo a perdernos, escondidos del resto tras una pantalla y unos audífonos —ahora también una mascarilla—, cuando lo que más elogiaba Walt Whitman de caminar en la ciudad era la posibilidad de encontrarse fortuitamente con desconocidos. “¡Extraño transeúnte!”, escribió. “No sabes con cuánto anhelo te miro”

En medio de ubers, motos, deliveries y scooters, todos con sus rutas, destinos y tiempos demarcados, caminar veinte pasos o diez mil podría ser mucho más que el objetivo cumplido en una app de fitness. Poner un pie frente al otro y viceversa, eso que aprendimos a hacer antes de hablar o comer por nuestra cuenta, lo que hacemos en masa cuando hay algo que cambiar o denunciar —o sin rumbo ni prisa al enamorarnos—, es capaz de convertirse en un sencillo refugio de libertad. 

Reloj, quédate con tus medallas.

Escrito por

Cristóbal Bley es periodista y escribe sobre temas de la vida cotidiana: comer, dormir, caminar, reproducirnos. Un repaso por los sencillos actos que nos hacen humanos, pero que en poco tiempo hemos logrado deshumanizar.

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