El sueño ocupa un tercio de nuestras vidas. Es por eso que resulta sorprendente que recién en la segunda mitad del siglo XX, la medicina haya comenzado a darle importancia a su rol en la salud a través de la Medicina del Sueño, área que se dedica a estudiar, diagnosticar y tratar todas las patologías que impiden un buen dormir.
En una clase que me tocó presenciar recientemente, el expositor citó a Allan Rechtschaffen, un investigador pionero en Medicina del Sueño que murió hace poco, y que alguna vez dijo: “Si el sueño no cumpliese una función absolutamente vital, sería el más grande error de la evolución”. Y es que el sueño es fundamental en la sobrevida de los seres humanos, porque de lo contrario se trataría de una gran pérdida de tiempo. Actualmente, todas las actividades apuntan a aumentar nuestra productividad, alcanzando la máxima eficiencia, logrando realizar el mayor número de actividades en el menor tiempo posible. En ese marco, ¿no sería mejor aprovechar estas horas que usamos en dormir para mejorar aún más nuestro rendimiento?
Existen múltiples teorías que explican la función del sueño. La más evidente apunta al reposo físico tras un día de vigorosa actividad; sin embargo, parece improbable que esta sea su única función, sobre todo sabiendo que en el reino animal existen ejemplos de sueño en animales que se encuentran en movimiento, como aves migratorias que duermen al volar, los caballos que duermen de pie o los delfines que duermen alternando hemisferios cerebrales a lo largo del día sin dejar de moverse.
Otra teoría apunta a una función de preservación de la energía mientras dormimos, pero se ha observado que apenas hay una discreta reducción del gasto energético al dormir, habiendo etapas de sueño, como la etapa REM (Rapid Eye Movement), durante la cual la tasa metabólica cerebral puede ser incluso mayor a la de la vigilia. Otra función que se le adjudica al sueño, es la de la consolidación de la memoria: mientras dormimos se desarrollan una serie de procesos que permiten que la memoria reciente y frágil se estabilice y se fije. Esto es clave durante nuestros primeros años de vida, en los cuales el dormir sería fundamental para aprender. La arraigada conducta de estudiar de noche, parece ser un muy mal negocio.
Dormir nos hace más inteligentes. En esta misma línea, otra función que se le atribuye al sueño tiene que ver con la plasticidad cerebral. Mientras dormimos, hay una depuración de nuestras conexiones sinápticas, que son las conexiones entre las neuronas que permiten que nuestros cerebros operen, privilegiando las realmente útiles mediante una especie de “poda” que optimiza las funciones cerebrales. Esta poda, a su vez, tendría un rol en la llamada neurogénesis, que consiste en la aparición de nuevas neuronas a partir de células precursoras. La neurogénesis es, probablemente, el área de mayor interés en investigación en neurología actualmente, debido a la epidemia de patologías neurodegenerativas, como es el caso del Alzheimer.
En estudios recientes, se le atribuye al sueño una suerte de limpieza de ciertas sustancias potencialmente nocivas y tóxicas que se acumulan en nuestros cerebros durante la actividad propia de la vigilia. Esta función la ejercerían unas células llamadas glia, que se encuentran dispuestas entre nuestras neuronas a través de un sistema glinfático de barrido. Dichas sustancias tóxicas estarían implicadas en el desarrollo de enfermedades degenerativas, dándole al sueño una segunda importancia en su prevención. Por último, el sueño ha mostrado ser clave en la regulación de nuestro sistema inmunológico. La falta de sueño, conocida como la “privación de sueño”, generaría un estado de inmunodeficiencia transitoria, favoreciendo procesos inflamatorios. Si no dormimos, nos hacemos vulnerables a las infecciones, protección crucial en los tiempos de pandemia que vivimos.
Es importante entender que dormir no es sólo descansar, sino que se trata de un proceso activo y altamente necesario para nuestras vidas y nuestra salud. La emergencia de un área de la medicina encargada de velar por el buen dormir, ha tenido un gran impacto en la calidad de vida. Personas que padecen insomnio por años, que roncan y no logran oxigenarse bien durante la noche, que presentan conductas anormales mientras duermen, disruptivas para su propio descanso y también para su entorno, son algunos ejemplos de los trastornos del sueño que tratamos los somnólogos. La recomendación, en estos casos, es siempre consultar con un especialista.
Las consecuencias negativas que veo en mis pacientes tras períodos de mal dormir, son evidentes: funcionan a media máquina en el día, andan irritables, somnolientos, cansados y deprimidos. El objetivo de “rendir más” funciona precisamente al revés. Mientras más tarde nos dormimos y más descuidamos nuestro descanso, peor nos va. Si hemos sido bendecidos con un sueño de buena calidad, reconozcamos su importancia. Y cuidémoslo. Dormir bien es la mejor inversión que podemos hacer para preservar nuestra salud.