Revisando análisis respecto de los resultados electorales del plebiscito Constituyente, he leído distintas hipótesis respecto a lo sorpresivo que fue el desenlace de la elección.
Se ha hablado de que no se supo leer a los votantes, qué querían o necesitaban y sobre todo, qué pensaban en la realidad. Hay para todos los gustos, desde opiniones sesudas hasta meras intuiciones, aunque por mi parte creo no tener certezas sobre lo que pasó y probablemente, nunca las tenga.
En estos días, ese último concepto ha rondado mi cabeza: la certidumbre. Y es que cuánta certeza había, de lado y lado, respecto a lo que eventualmente ocurriría con el plebiscito de salida, en un mundo donde la constante es, más bien, la incertidumbre. Venimos saliendo de una pandemia, estamos transitando en una crisis financiera y medio ambiental; y mañana no sabemos qué podría llegar a pasar.
Hay que pensar, además, que las conductas de los seres humanos no son 100% predecibles. No sabemos qué vamos a hacer frente a situaciones hipotéticas. Creemos que haremos A, cuando finalmente hacemos B. Sin embargo, a pesar de toda esa evidencia, tenemos una tentación a crear realidades que nos aseguren ciertos elementos.
La incertidumbre ha tenido muy mala prensa, a pesar de “saber” a priori que no tenemos control sobre las cosas. Sin embargo, tenemos una ilusión de dominio, como si de uno dependiera que las cosas funcionen. En nuestra cultura, tenemos pánico a recibir un no sé como respuesta. Si vamos al médico, esperamos certezas, aunque sea bien sabido que es posible que algunos diagnósticos no sean 100% certeros. Al no tenerlas, nos sentimos frágiles y vulnerables: nos sentimos expuestos. Y eso nos provoca un profundo miedo. La académica Brené Brown ha estudiado por más de 2 décadas este tema y advierte que convertimos lo incierto en cierto. Por ejemplo, es lo que ocurre con la religión que, en muchos casos, ha pasado de ser una creencia a transformarse derechamente en una certeza.
La vulnerabilidad, sin embargo, es incertidumbre, riesgo e implica exponernos emocionalmente, aun cuando socialmente eso sea visto como sinónimo de debilidad. ¿Vale la pena tomar ese camino? A mis ojos, enfrentarnos a escenarios inciertos, nos ayuda a flexibilizar y nos anima a ponernos en distintas posiciones. Nos invita a hacer las cosas de otros modos, equivocarnos e intentarlo de nuevo. A ver desde otro punto de vista lo que nos pasa, aunque implique dolor, resistencia o sufrimiento.
Habitar la incertidumbre nos pone en un lugar panorámico, que nos muestra otra perspectiva. Nos cambia la forma de mirar y nos obliga a centrarnos en el aquí y ahora.
Morar la incertidumbre nos desafía a ir más allá de lo conocido. Y nos abre preguntas que de pronto, nunca nos hemos hecho.
Creo que es importante no ver la incertidumbre como una enemiga, sino como un desafío que nos interpela a ser más flexibles. Enfrentarla -en un mundo donde no existen certezas- es un interesante reto para vivir la vida desde una posición perfectamente válida, donde -más que un problema- el responder no sé sea una oportunidad para abrir posibilidades.