Los (pobres) griegos

05.12.2023
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El afán con el pasado no se agota en la nostalgia ni en la admiración ni en la erudición. Los griegos son los textos griegos. Los textos griegos son fascinantes como cualquier texto fascinante. Leer Las Nubes de Aristófanes da risa, y la Electra de Sófocles da pena. 

La gente rehúye a los griegos o se les acerca con miedo, como si tuvieran cosas demasiado importantes que decir. O nada que decir. Qué pena, pobres griegos. Sus textos, nada más llano y directo: cartas a amigos, tratados sobre la visión, defensas sobre el amor, discusiones políticas, chistes y novelas. Es como si el tiempo no solo los velara, sino que además los petrificara en su expresión más seria y severa. Un ejemplo claro son esos bustos de piedra, y sin ojos. 

No sé cuánto vale la pena defender a los griegos. Lo mío está lejos de ser una causa política o educacional y, si fuera así, es probable que me fuera muy mal patrocinando el origen de los ideales de occidente

Solo me gustan los griegos. 

Me gusta leerlos y estudiarlos. Nunca he sentido que ese gesto tenga algún sentido euro-centrista o pro-colonialista o anti-regionalista. Nada de eso; lo que me aporta es placer estético profundo y curiosidad infinita. 

Partí estudiando a los griegos porque aprendí lenguas clásicas. Aprender lenguas clásicas es una pasión bastante inútil, aunque eso no dice nada sobre su alto contenido de diversión. Jugar cachos y ajedrez es una pasión inútil (y hasta demandante), pero divierte. La cosa con las lenguas antiguas, como el latín y el griego, es que, por mucho que estén muertas, despiertan un vivo interés por el pensamiento detrás de la propia lengua. 

Por ejemplo, los verbos en griego no solo tienen tiempo, sino que aspecto, y el aspecto puede ser puntual, durativo o perfectivo. Aprendí que la diferencia entre leí y he leído es una diferencia de aspecto y no de tiempo. En el primer caso la acción es puntual y acabada, y en el segundo es acabada, pero con efecto en el presente. Pensar sobre gramática obliga a pensar sobre la acción en el tiempo. Solo hay que imaginar que entre un “adolescente” y un “adulto” lo que hay es una diferencia gramatical. El latín adolsecens es el participio presente activo de adolesco (crecer), es decir, significa ‘creciendo’ o ‘creciente’. Adultus es el participio perfecto pasivo del mismo verbo, es decir, ‘crecido’. Más allá de las categorías gramaticales, ¿no es esto sumamente simple que un adolescente sea un creciente y un adulto, un crecido?

El griego y el latín, como muchas otras lenguas, no tienen verbos diferentes para hablar de ser y estar, einai y esse. Siempre me sentí tan verdaderamente privilegiada de ser nativa en una lengua que tuviera esa diferencia, ser y estar. No solo por las consecuencias metafísicas y filosóficas profundas (que son muchas), sino también por apreciaciones simples; como la diferencia entre ‘estar feliz’ o ‘ser feliz’ o, quizás más pedestre, ‘estar pelado’ o ‘ser pelado’. Cuando me enteré de que la palabra “ser” en castellano venía de sedere (‘estar sentado’) y “estar” de stare (‘estar parado’), creo que se me aceleró el corazón de entusiasmo (y eso que no soy una entusiasta). Gracias al griego y al latín tengo la suerte de sentirme inmersa en una poética del lenguaje que es absurda, preciosa y fascinante. 

Cuando aprendí los gerundivos (participios pasivos de perfecto futuro), me enteré de que agenda (del verbo agere, ‘hacer’) significaba “lo que ha de ser hecho”. En ese momento decidí que le pondría Amanda a mi primera hija, “la que ha de ser amada”. 

No se trata de incitar a la experticia en filología comparada, ni mucho menos. Se trata de aprender un lenguaje que se usó para decir cosas muy valiosas.

No defiendo especialmente el uso de los términos en griego y latín para hablar en el discurso común, como momentum o grosso modo. Creo que tenemos los recursos para decirlo en castellano, como ‘momento’ y ‘a grandes rasgos’. He aquí uno de los síntomas con los griegos, que se usan como estandarte de autoridad. ¿Si está en griego es verdad? ¿Si se dice en latín es importante? No. No lo creo. 

Citar en griego o en latín con el afán de dar seriedad al discurso creo que solo denuncia que lo que se está diciendo no es tan serio. Pero tampoco hay que tomárselo tan en serio. De hecho, tomárselo tan en serio ha llevado a un problema significativo de elitismo en torno a los estudios clásicos. Hay un sentido honorífico en los clásicos griegos, como si fuese una especie de culto cuyo acceso lo obtienen algunos, los privilegiados, las almas arrebatadas por las musas. O directamente los locos y los ociosos. La cultura griega, tan bella, pero sobre todo lejana e inalcanzable. 

¿Pero de qué sirve que sea bella, si es inalcanzable? 

Tengo colegas académicos que piensan que, si no se sabe griego, no se puede estudiar a Platón o leer a Homero. Por mi parte, estoy convencida de que el Banquete de Platón se puede disfrutar leyendo de guata en la playa con una edición de dudosa procedencia y una traducción no tan fiel al original. Este es un texto que termina con el amante de Sócrates colándose a una cena, borracho, para decirle un par de cositas al frente de sus amigos. La Ilíada comienza hablando sobre la Ira de Aquiles, casi al extremo de la pataleta,  porque no quiere ceder frente a las demandas del jefe del grupo. Heráclito, dentro de su teoría sobre el fuego, postula seriamente que la capacidad del intelecto se optimiza en un entorno seco; es por eso que al beber perdemos la razón.  

Esto no le quita en ningún grado su seriedad a estos textos como objeto de estudio, pero tampoco debiera privarnos de disfrutar la lectura por el placer de leer, desde la risa, el afecto y la curiosidad. No solo el culto y el análisis son canales de entrada a estos textos. 

Quizás el acto de rebeldía más grande que he tenido frente a la gravedad de la academia es haber hecho libros de divulgación para niños y niñas sobre etimologías del latín y el griego. Esta actividad, que probablemente me quita puntos en el ranking académico, se trata justamente de robarle a los filólogos ese tesoro bien reservado que son las etimologías, para compartirlas y convertirlas en datos y en anécdotas. 

Con mi hermana hicimos un libro ilustrado con una lengua y un cerebro saludándose para relatar la alucinante historia etimológica de que saber y sabor tienen el mismo origen. Los niños entienden bien este juego, esta diversión del lenguaje. Cuando me tocó realizar actividades en colegios, les pedí que inventaran palabras con las raíces, sufijos y prefijos griegos: ahí nacieron las criaturas más increíbles como el hipobronte (caballo-rayo) el bicefalosaurus (‘lagarto de dos cabezas’), el micropotamus (‘río pequeño’) y hasta el deinospous (‘el pie terrible’). 

Me gustan mucho las palabras, pero me dedico a la filosofía y entonces la distancia que ya hay con los griegos se espesa aún más en mi vida social. Al decir que me dedico a la filosofía antigua, a menudo soy testigo de una reacción de sorpresa y admiración. Guau. La reacción viene acompañada con un súbito cambio de tema: ¿quieres más hielo? Que estudie filosofía antigua no significa que sea Aristóteles, aunque me encantaría. Quizás si fuera hombre y tuviera barba. 

Los griegos, con todas sus cosas, son un tema que me gustaría socializar más, porque resulta bastante atractivo para cualquier persona con dudas genuinas y comunes.

Me dedico sobre todo a Platón, y resulta que Platón era un autor de dramas muy graciosos y geniales, cuyo tema favorito era el amor. Anne Carson lo sabe bien. Sócrates, en todos estos dramas, conversa con todo el mundo, se enamora, se agita. Y a veces se queda en silencio. Discute y provoca, porque a eso se dedicaba ese señor, a pata pelada, rodeado de estudiantes, rivales y discípulos. Nosotros tenemos solo los textos, pero sabemos que esta era gente intelectualmente activa en el espacio público. Así los dibujó el comediógrafo Aristófanes, en la escuela del Pensatorio (qué nombre tan genial), dirigido por Sócrates, elevando sus traseros al cielo a modo de telescopios para estudiar fenómenos naturales. 

Sócrates no escribió nada, pero tenemos noticias de que hacía filosofía. De sus seguidores, el más notable era Diógenes de Sínope (el cínico), que además de ser un conocido provocador, sentenciaba a través de acciones. Quizás la anécdota más significativa es aquella que cuenta que cuando Platón dio su definición de que “el hombre es un animal bípedo implume”, él desplumó un gallo y lo introdujo en la escuela diciendo: “aquí está el hombre de Platón”. Entonces se dice que Platón repensó la definición, y se agregó “y de uñas planas”. Este es el tipo de historias que una se encuentra en esos libros de lomo dorado, y que muchas veces están cubiertos de polvo. 

¿Cómo no me va a gustar Sócrates? Me acuerdo de una vez en Londres, haciendo mis estudios, que un joven inglés, desenfadado y seguro de sí mismo, me dijo que le cargaba Sócrates. Desde su ángulo político, seguramente mediado por la lectura de Nietzsche, Sócrates era el culpable de todos los males que traía la normatividad racional de occidente. Ese viejo a pata pelada. Esa vez me di cuenta de que mi relación con los griegos tampoco es política, no de ese modo al menos. No soy religiosa y, bien enterada de los males que ha traído la Iglesia al mundo, jamás diría que me carga Jesús. Ese joven a pata pelada. 

Lejos de hacer proselitismo con los griegos, lo que quiero es comunicar un interés por lo griego liberándolo del peso de la autoridad, el tiempo, la dificultad del lenguaje, su exclusividad, el anacronismo e incluso su nobleza y pulcritud.

Quizás sea muy ambiciosa, y de manera contraproducente, termine de espantar cualquier esfuerzo por leer a los griegos. No me vaya a pasar lo que le pasó a Aristófanes con Las Nubes, su comedia criticando a los intelectuales que resultó tan intelectual, que a la gente no le gustó. Espero que lo mío no sea tan griego.Yo sé que los académicos debemos hacer un esfuerzo por hacer que nuestras discusiones se vinculen con las preocupaciones de hoy y que nuestras investigaciones se vuelvan vigentes, lo cual es una presión importante para alguien que trabaja con filósofos del S IV a.C. Al mismo tiempo, creo que es importante que la gente se acerque sin prejuicio, ni miedo a disfrutar de los clásicos. El libro que quizás más apabulla de toda la historia de la filosofía antigua es la Metafísica de Aristóteles. Ese libro comienza así: “Todos los hombres desean por naturaleza saber. Así lo demuestra el amor a los sentidos, pues, al margen de su utilidad, son amados a causa de sí mismos”. Así se introduce el proyecto de la Metafísica; afirmando el deseo, el amor y la inutilidad.

Escrito por

Trinidad Silva estudió Filosofía en la UC. Hizo un magíster en Estudios clásicos en UCL (University College London), donde luego realizó su doctorado en filosofía antigua. Desde 2016, ha desarrollado, junto a su hermana, proyectos de literatura informativa infantil. Actualmente es profesora e investigadora del Instituto de Filosofía de la Universidad Católica.

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