Perder sin melancolizarse

12.06.2024
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Las mujeres nacimos perdiendo, pero sabemos perder. Las palabras de mi paciente quedaron dando vueltas en mi cabeza. En tiempos post pandemia, post estallido social, post plebiscitos, post incendios; las pérdidas han sido inconmensurables. La guerra y el genocidio reaparecen en el mundo con una ferocidad insoportable. ¿Qué significa saber perder?

Para Freud seguir viviendo después de una pérdida implica cursar el trabajo de duelo. Esto es atravesar un retiro temporal de nuestro interés por el mundo, para destinar la energía psíquica a un proceso de desapego del objeto perdido, de modo que esa energía quede disponible para ser desplazada a un objeto nuevo. Sin embargo, ese proceso no siempre consigue ese destino. Freud mismo advirtió cómo, en la melancolía, lo perdido no logra realmente ser resignado. En estos casos, la persona se identifica con el objeto perdido como una manera de preservarlo. Así, en lugar de dirigir la rabia y los reproches de la pérdida al otro, está se dirige al propio yo. Este proceso empobrece intensamente la relación con el mundo y con los demás. La persona melancólica está volcada hacia sí misma y erotiza la ausencia de una manera que hace muy difícil el desarrollo de un vínculo amoroso con alguien distinto de sí mismo. 

Pero las cosas son aún más complejas.

Judith Butler nos advierte que vivimos en un sistema de normas de sexualidad y género que destina a la melancolía a quienes no se ajustan. Esto significa que quienes viven por fuera de la norma cis-heterosexual / patriarcal organizan su identidad en torno a una historia transgeneracional de objetos perdidos y duelos imposibles. La melancolía en estos casos es la consecuencia psíquica de vivir en una cultura que no reconoce los amores fuera de norma y que obstaculiza la posibilidad de llorar esas pérdidas. 

La experiencia clínica con víctimas de violencia política en América Latina también nos ha enseñado que la diferencia entre duelo normal y melancolía no está tan definida como la planteó inicialmente Freud. La psicodinámica del duelo es, en realidad, un proceso mucho más móvil, fluctuante y poroso en la que “mantener con vida a los muertos” puede ser una manera de resistir a la impunidad social, con gran valor para el psiquismo individual y también para los procesos de memoria colectiva. 

Hay muchas maneras de hacer una pérdida. Las personas desplegamos una inmensa fuerza creativa para seguir viviendo después de perder, incluso en contextos de violencia y trauma.

También aquellas personas que “nacen perdiendo” pueden desplegar un saber hacer con la pérdida que les permita seguir viviendo: olvidar, volver a empezar, recordar, construir memoria. Pienso que el psicoanálisis es un espacio que ayuda a que el proceso de perder pueda cursar con toda su potencialidad creativa, resistiendo a la melancolización de las pérdidas.

A veces el duelo no solo es un trabajo, sino un acto. Jean Allouch escribió sobre esta posibilidad de duelar ofreciendo, delante de la pérdida, otra pequeña pérdida: un gratuito sacrificio de duelo. Ese acto no busca recuperar, ni compensar la pérdida, sino que hace duelo ofreciendo algún pequeño tesoro de sí mismo, a modo de “cerrar el cajón”: para que la muerte se retire, por un tiempo al menos. Cuál sea ese acto es un asunto muy singular. Puede ser, por ejemplo, una persona que luego de perder decide dejar su casa o abandonar una relación. Ese acto opera como un ofrecimiento de una segunda pérdida delante de la muerte. Se trata de un sacrificio que permite dar a esa pérdida la dignidad de lo irrecuperable e irremplazable.

El duelo también puede cursar dejando abierto un espacio para los muertos a modo de fantasmas o ensoñaciones.

Un altar, una animita, como le llamamos en Chile; algún objeto, un sueño recurrente, o ensoñaciones diurnas, pueden ser un espacio para sostener una relación con aquellos que ya no están.

La clínica nos enseña que muchas veces estos espacios “donde los muertos viven” son una zona que guarda un rasgo, un afecto o alguna palabra que sostiene un sentido para la vida después de perder: preserva algo parecido a la fe. Es un lugar enigmático que puede seguir siendo traducido de maneras diversas a lo largo de la vida.

Hacer un duelo implica mucha actividad. En esto la propuesta freudiana sigue teniendo una enorme vigencia. Delante de una pérdida, cada sujeto realiza un delicado y singular trabajo de reorganización libidinal para conseguir hacer soportable la ausencia y tejer los velos que le permitan retirar la mirada de la muerte y orientarla hacia la vida. Se trata de una especie de alquimia en la que se utilizan palabras, el cuerpo propio y ajeno, objetos, imágenes, recuerdos y vínculos, de una manera singular e irrepetible.

Pero esta alquimia no puede descansar sólo en el trabajo individual. Hacer duelos que no se melancolicen necesita de soportes colectivos que proporcionen recursos materiales y simbólicos a los que echar mano. Uno de ellos es reconocer que duelar toma tiempo y que no es un proceso lineal: una pérdida puede recapitular antiguos duelos y pérdidas. Otro es el respeto a las diversidad de modos y trayectorias que puede tener un duelo. También el reconocimiento social de los vínculos, que no se organizan en torno a la norma cisheteropatriarcal para que todxs podamos llorar a nuestrxs amores y para que no haya algunas personas destinadas a identificarse con la pérdida. Porque saber perder también implica no consentir a identificarse con el sacrificio. La melancolía obstaculiza que la rabia se dirija hacia los responsables de una tragedia y erotiza la propia revictimización. Por eso un antídoto a la melancolización de las pérdidas es la política. El feminismo le ha ofrecido a muchas mujeres una alternativa a la melancolía, para crear otras formas de duelar y exigir justicia.

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