The Whale y los sesgos de género en la discriminación por peso

16.03.2023
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Parto escribiendo aquí inspirada por el ganador del Óscar, Brendan Fraser, un actor que subió de peso, se puso un traje de 45 kilos, horas de maquillaje, para su personaje Charlie en la película “The Whale”. 

En estos días, el largometraje -que en español se traduciría a “La Ballena”- ha dado mucho que hablar. En un primer momento, confieso que no tenía ganas de verla y menos pensando que el actor tuvo que simular ser una persona gorda en su interpretación. Tampoco me motivaba el hecho de saber que era una adaptación de una obra de teatro semi autobiográfica, donde el dramaturgo sí “superó” la obesidad. Y aunque todos y todas entendemos que la interpretación alude a una enfermedad grave como la obesidad mórbida -que afecta a un 3,2% de los chilenos-, el trasfondo de apuntar con el dedo a los gordos sigue siendo el mismo. 

Tenía tanto prejuicio con que resultara ser una película donde se vanagloria la delgadez y la hegemonía de los cuerpos, que me costó animarme a ponerle play. Pero lo hice, y si bien, muchas de esas ideas preconcebidas se confirmaron, me pregunté: ¿La reacción del público habría sido la misma si Charlie hubiese sido mujer, lesbiana, obesa mórbida y una persona que abandona a su hija? ¿Habría generado la misma empatía y compasión?

Probablemente, habría sido juzgado de manera severa, no sólo por “dejarse estar”, sino porque -de acuerdo a los parámetros sociales- una mujer no puede ser una madre lesbiana, ni menos abandonar a sus hijos por perseguir un amor de pareja.

Para el sociólogo David Le Breton, el cuerpo es un lugar de lo político. Pensar el cuerpo es pensar el mundo. Así, sostiene que estamos en una tiranía de la imagen, donde la cultura nos somete a diseño de acuerdo a estándares preestablecidos. En el caso de las mujeres, esa imposición suele ser peor: estamos atrapadas en la idea de caber en cuerpos normativos, en pesos y tallas que no discriminan etnia, factores hereditarios y elementos biopsicosociales.

No es extraño entonces que en estos días también haya reaparecido en medios y RRSS el milagroso medicamento -originalmente utilizado para tratar la diabetes- que te lleva a alcanzar la tan “ansiada” delgadez: el Ozempic. 

Hace algunos años, fui sujeta experimental de un estudio para probar esa milagrosa fórmula que promete bajar y mantener el peso. Acepté, porque supuestamente los efectos adversos eran mínimos. Lo único que era prácticamente imposible de sacar de la ecuación era la mínima probabilidad de desarrollar cáncer de tiroides.

Me pinché con el remedio durante un año y si bien no sentí hambre, el tratamiento arrasó con mi cuerpo: me constipé, sufrí náuseas y jaquecas, me sentía desanimada y nada me causaba el mismo placer que antes. Bajé de peso, pero ¿a qué costo? Cuando dejé de pincharme, volví a sentir hambre como cualquier ser humano y subí unos kilos, pero con ellos recuperé todo eso que había perdido.

Conozco desde mi propia experiencia, los extremos a los que podemos llegar para no sentirnos rechazadas. Y sentir que pertenecemos a algo.

Hoy en día pienso en mi incursión con dicho remedio y entiendo que no fue una decisión personal, y que -como todos- estoy inserta en una cultura donde colectivamente construimos el deber ser del cuerpo de una mujer de mediana edad. ¿Volvería a hacerlo? Una y mil veces: no.

Si bien en The Whale el protagonista sufre los estragos físicos y psicológicos asociados a su sobrepeso extremo y se enfrenta a los estigmas de ser una persona gorda, creo que el hecho de ser hombre lo “salva” de un montón de otras experiencias de discriminación que vienen aparejadas con el hecho de ser mujer. 

Ser mujer en un cuerpo gordo aún implica muchos prejuicios en esta sociedad, que van desde la idea de no tener amor propio y, por tanto, no ser merecedora del amor de otros, hasta no ser sexualmente atractiva o no merecer oportunidades laborales por la manera en la que te ves (desde el prejuicio que si te ‘descuidas’ de ese modo, harás lo mismo con el trabajo). 

Ser una mujer gorda hoy sigue siendo un problema estético por los altísimos y costosos estándares de belleza que se nos imponen, pero también es un problema político y social, sobre en el que todos creen tener el derecho a opinar. 

Me quedo con lo que muchos niños, niñas y adolescentes tienen naturalizado hoy: No se opina sobre el cuerpo de otros.

Escrito por

Dominique Karahanian es psicoterapeuta de parejas, familias e individual y magíster en ontoepistemología de la praxis clínica.

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