Un bicho en el ojo

06.12.2024
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La experiencia de sentirnos solos nada tiene que ver con la ausencia o presencia de las personas de carne y hueso que nos rodean. Más bien, parece guardar relación con la permanencia o carencia de objetos (personas, lugares y/o experiencias) en nuestro mundo interno. 

En una sesión, un paciente mencionó algo que resonó profundamente: “a veces siento que en las paredes de mi casa interna no hay fotografías de otros colgadas”. La soledad, para él, no parece ser solo un estado relacional; es una vivencia interna, una sensación de no tener “colgado” a un otro dentro de sí. La imagen de “un otro colgado adentro” abre múltiples caminos de exploración, pero quiero centrarme en su vínculo con la capacidad de alojar. ¿Qué nos lleva, entonces, a “desalojar” al otro dentro de nosotros mismos?

La psicoanalista Melanie Klein planteó que lo que desalojamos son aquellos aspectos insoportables de nuestro propio self, que luego depositamos o proyectamos en otro, a quien finalmente rechazamos.

En última instancia, lo que rechazamos en el otro está profundamente relacionado con aquello que no somos capaces de alojar dentro de nosotros mismos: expulsamos lo intolerable y, en su lugar, nos quedamos acompañados de un enemigo.

Otra reflexión aborda los riesgos inherentes a acercarse a un otro, y en esto encontramos una interesante analogía en el mundo natural. En la naturaleza, existen diversas formas de relación entre especies, que revelan diferentes modos de convivencia. Por un lado, están las lógicas excluyentes, como la competencia y la depredación, en las que solo una especie puede prevalecer. Por otro lado, existen formas de interacción más integradas y a largo plazo, como la simbiosis, donde dos especies distintas coexisten en una asociación íntima. Dentro de estas relaciones simbióticas encontramos el comensalismo, donde la relación beneficia a una especie y es neutral para la otra; el mutualismo, en el que ambas especies se benefician; y el parasitismo, en el cual una especie vive a costa de la otra, el hospedero.

La lógica de la naturaleza está orientada a preservar la supervivencia. En cambio, en el mundo humano, las distintas modalidades de vínculo no solo obedecen a lógicas naturales, sino también psíquicas. Asimismo, las relaciones con lo externo y desconocido en lo humano conllevan riesgos; entonces, ¿cómo es posible ejercer una hospitalidad que no termine devorándonos por aquello que decidimos alojar?

“Uno puede volverse prácticamente xenófobo para proteger, o pretender proteger, su propia hospitalidad (…), deseo ser dueño de mi casa para recibir en ella solo a quien yo elija”. Derrida sostiene que la posibilidad misma de la hospitalidad exige la inviolable inmunidad del propio espacio. Frente a esto, Dufourmantelle se pregunta si quizá solo desde un lugar que no se posee completamente podría abrirse una auténtica hospitalidad. Este intercambio me lleva a reflexionar sobre la medida en que podemos alcanzar una verdadera soberanía sobre lo propio. ¿Debemos lograr una relación soberana con nosotros mismos para, desde esa autoridad, alojar al otro? ¿O, más bien, necesitamos encontrar la manera de preservar una integridad personal mientras aceptamos la presencia del “hostis”? Me inclino a pensar que la hospitalidad se relaciona más con permitir y aceptar lo ajeno que con ejercer poder sobre ello.

Vuelvo al mundo natural. El tiburón de Groenlandia (Somniosus microcephalus) es una de las especies más grandes de tiburón en el mundo. En promedio viven 272 años, aunque se han encontrado especies que sobreviven los 500. También recibe el nombre de tiburón dormido por la lentitud de su desplazamiento, no obstante, se han encontrado en su estómago animales veloces como el calamar ¿Cómo lo hace un animal lento para alimentarse de organismos más rápidos que él? El tiburón dormido vive con un copépodo, un parásito que se instala sobre su córnea, alimentándose de su tejido ocular, provocándole una importante ceguera. Entonces, ¿cómo sobrevive un animal lento y prácticamente ciego en la profundidad de las aguas del ártico? Resulta que el copépodo es una organismo bioluminiscente que, mediante la capacidad para emitir su propia luz, sirve de señuelo para atraer presas al tiburón, quien lo alimenta con su propia córnea. 

En la simbiosis de carácter mutualista, hay algo propio que se pierde o entrega para que el otro se pueda alojar. Pero es que en eso que se pierde, hay algo que se gana y es justo allí donde se sostiene la posibilidad de la vida. Hemos de ser capaces de soportar al extranjero en el terreno de lo propio, sin volverlo familiar, para que podamos sobrevivir. Creo que aparece aquí el asunto de la dependencia al extranjero que, aunque en la simbiosis sea una dependencia mutua es una dependencia al fin. 

Dufourmantelle nos recuerda que el estado de dependencia primaria —en el cual nuestra vida está entregada al otro— es tanto buscado como evitado con la misma intensidad.

El psicoanalista Francis Hofstein sostiene que la dependencia, lejos de ser patológica, es un estado propio de los seres vivos, vinculando especies, plantas, animales o humanos, quienes a menudo solo subsisten gracias a una simbiosis en frágil equilibrio.

Dejar entrar y asumir lo que perdemos de nosotros mismos con la permanencia del otro permite, entonces, que juntos —como el tiburón con el pez que habita en su ojo— construyamos formas propias y compartidas para encontrarnos a gusto, convirtiendo al parásito en nuestro huésped.

Escrito por

Psicóloga clínica Universidad Católica, Magíster en Psicología Clínica Universidad de Chile, Máster en Género, Sociedad y Representación University College London. Miembro del Colectivo Trenza.

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