Hace varios años, el famoso y muy querido autor, artista y activista chileno Pedro Lemebel escribió una crónica sobre la fecha que ha cambiado el rumbo de Chile durante los últimos 50 años: el 11 de septiembre.
En su reflexión, Lemebel destaca una curiosa dinámica que ocurre en su país durante esta fecha; mientras muchos parecen desconocer los hechos históricos que tuvieron lugar ese día, otros lo relacionan con la trágica caída de las Torres Gemelas en Nueva York. Sin embargo, la mayoría de las personas, sin importar su conocimiento o asociación de este acontecimiento, simplemente ansían celebrar con entusiasmo las fiestas patrias, que se llevan a cabo el 18 de septiembre.
La crónica de Lemebel es un homenaje a su amiga Gladys Marín, líder comunista que murió en 2005, y que ya no pudo acompañarlo en la marcha conmemorativa en el Cementerio General. El texto se encuentra en el recopilatorio Mi amiga Gladys (2016, Seix Barral) que rinde homenaje a la relevancia personal, política y social de la diputada Marín, quien perdió a su marido a manos de la dictadura y se vio obligada a vivir primero en el exilio y luego en la clandestinidad. Recibí este emotivo libro como regalo de cumpleaños de un amigo que conocí en mi primer viaje a Santiago, en 2014. En él, Lemebel se pregunta: “¿Desde qué lugar se podría perfilar el peregrinaje de esta mujer, sobrevivida a las brasas históricas que aún humean el ocaso del pasado siglo?”. Leyendo el texto he reído y he llorado. Su historia me emocionó y me impactó, me encantó y me entristeció. Y es que Lemebel desarrolla el relato de una época.
A esta descripción sumaría, según lo que he vivido en Chile, la presencia de la bandera y el escudo nacional, los bailes folclóricos y un orgullo patriótico que, además, se expresan en los desfiles de militares, estableciendo un teatro de la memoria en la que se mezclan varios siglos. Ahí se reflejan conflictos del proceso de independencia de la corona española y la fundación de Chile como Estado nacional.
En este contexto, durante agosto en Berlín se montará la exposición Unversöhnlich -que significa irreconciliable en castellano-, en la se expondrá el trabajo de cinco artistas chilenas que desmontan sus símbolos nacionales. Como curadora de la muestra, creo que al desvincular estos símbolos del estado nación –como ocurrió durante el Estallido Social de 2019, en Chile–, se deconstruyen los ideales patrios y se abre espacio para nuevos conceptos de lo que significa lo nacional. ¿Para quién son y a quién sirven estos símbolos? ¿Dónde se utilizan? ¿Qué representaciones de una identidad son unificadoras y cuáles son separadoras?
Paula Carmona Araya, Mercvria (Antonia Taulis), Milena Moena Moreno, Anis Estrellada (Ana Carrillo Tureo) y Mariana Soledad no se quieren reconciliar con los símbolos que representan una nación que está basada en un legado despiadado. En sus trabajos se siente una cierta desconfianza y se “evidencia la crisis del proyecto político de nación monocultural, y su hegemonía identitaria moderna consecuente”, según explica el artículo “Emergencias simbólicas en la Plaza Dignidad del “18-O” chileno. Representaciones socioespaciales y re-significaciones del ‘negro matapacos’ y la bandera Wenüfoye”, de los autores Guillermo Pacheco Habert, María Daniela Torres-Alruiz y Rodrigo Cuevas Vargas. Las obras de estas artistas muestran que, a pesar de las diferencias en el funcionamiento y en el contenido de los símbolos, existen similitudes entre Alemania, de donde vengo, y Chile, que se ha convertido en un segundo hogar para mí.
Cuando llegué a Chile como estudiante de intercambio durante mi licenciatura, sentí constantemente que chocaba contra una barrera que no podía superar: había algo que no lograba comprender del todo. Poco a poco, empecé a entender que ese algo estaba relacionado con el papel de la memoria, gracias a una pasantía en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. A mi país de origen se le conoce, absurdamente, como el “campeón mundial de la memoria”, pero siempre fue evidente que la Shoa/el Holocausto -un acontecimiento históricamente único y horrendo-, solo podía describirse adecuadamente en alemán. Sin embargo, mis encuentros con defensores de la dictadura cívico-militar chilena me enseñaron la importancia de mantener viva la memoria.
Estas experiencias me han permitido mirar y evaluar cómo se maneja el pasado en Alemania y me han brindado un vocabulario para seguir reflexionando sobre el significado de la memoria. Sin embargo, siempre me queda un sentimiento agridulce cuando se habla de reconciliación.
En Chile tuve la oportunidad de familiarizarme con el concepto de consenso, gracias a varias pensadoras, lo que me ayudó a comprender mejor la dinámica de la postdictadura. Este enfoque también me permitió darme cuenta de que en Alemania la memoria se abordaba principalmente a nivel simbólico, lo que permitía ocultar la realidad de que en lo concreto hubo muy pocas condenas contra los nazis. Es cierto que después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el liderazgo de los Aliados, hubo un aparente enfrentamiento con los hechos ocurridos. Sin embargo, a nivel familiar y también en el ámbito económico, especialmente en las grandes empresas, se evitó hablar de lo sucedido y se mantuvo un silencio incómodo.
Todas las familias tienen su propia historia vinculada a esta época. En mi caso, mi padre -quien nació después de la guerra-, era judío. Él mismo no lo supo hasta que fue adulto, ya que sus padres se lo ocultaron. No puedo decir nada sobre su experiencia, porque nunca tuve la oportunidad de preguntarle ya que no nos conocimos personalmente. Por el lado de mi familia materna, mi abuelo fue reclutado como soldado a los 17 años, como todos los hombres de la época. Él luchó en el frente en Francia, su hermano mayor en Rusia y el segundo, no lo sé. Sorprendentemente, los tres sobrevivieron y todos cayeron presos. Esto lo sé porque mi abuelo solía bromear diciendo que lo único que sabía decir en francés era “prisonnier de guerre”. Al regreso del cautiverio, la familia se disolvió.
La única que me contaba historias sobre la guerra era mi abuela, que afortunadamente sobrevivió a los bombardeos de nuestra ciudad natal. Ella esperaba a mi abuelo para casarse. Cuando yo era niña, hablaba de esos ataques y me relataba, por ejemplo, cómo la madre de su mejor amiga había muerto en el escondite donde se protegían. Existe un diario de la huida de mi abuelo de su cautiverio, que sólo llegué a leer después de su muerte. Antes yo era muy joven, por lo que no pude preguntarle nada.
La generación que vivió el nacionalsocialismo en mi familia, lleva mucho tiempo muerta. Creo que varias cosas querían y debían ser olvidadas. Eran demasiado terribles para recordarlas. Mis abuelos, tíos abuelos y tías abuelas probablemente no entendían muy bien cuando eran jóvenes en qué época estaban viviendo. Tengo muchos espacios en blanco que sólo puedo reconstruir con la ayuda de los libros de historia.
Por otro lado, según Manuel Garretón, Chile es el único país que está orgulloso por una transición en la cual el dictador pudo imponer una constitución y así mantener su poder. Durante la revuelta de octubre 2019, se escuchaba: “No son 30 pesos, son 30 años”, en referencia al fin de la dictadura y la supuesta reinstalación de la democracia. La masividad de las movilizaciones sorprendió a mucha gente, porque no fueron coordinadas por ningún partido político ni una organización social.
También se podía escuchar que se trataba de algo que se arrastra hace más de 500 años, idea que la fotógrafa Mariana Soledad propone en su trabajo. Mariana acompañó a manifestantes el 14 de noviembre de 2019 en una conmemoración por el primer año de muerte de Camilo Catrillanca, joven mapuche que murió a manos de un policía en el sur de Chile. Los y las manifestantes lograron el derrumbe de la estatua de Pedro de Valdivia en Concepción, quien es conocido como el español que fundó Santiago y esta ciudad sureña. Los manifestantes tomaron a Valdivia y lo pusieron bajo el monumento de Lautaro, en un proceso que Manuela Badilla y Carolina Aguilera describen como una ‘performance decolonial’.
Milena Moena Moreno interviene la moneda nacional de 100 pesos en su obra Especies acuñadas, con el fin de llamar la atención al desprecio histórico hacia los mapuches, que disimula con el simbolismo y la cotidianidad que expresa como la moneda. La artista visual y orfebre genera como resultado una irreconocible cara mapuche.
Anis Estrellada (Ana Carrillo Tureo) toma el otro lado de la misma moneda de 100 pesos para remitir a un tema muy vigente: el sistema de pensiones y la pobreza entre los mayores. Este es uno de los problemas inherentes en el estado subsidiario que es Chile desde la dictadura cívico-militar. Además, Ana nos muestra una nueva imagen del escudo nacional: se ve al cóndor y al huemul con ojos dañados portando el escudo con una calavera. Abajo se lee ‘El violador eres tú’, citando la famosa performance de LasTesis. En otros trabajos, hace referencia a la fuerza del movimiento feminista y al lema “sin miedo”, así como al símbolo del fuego.
Mercvria (Antonia Taulis) construye una revista mural que demuestra la plurivocidad de las manifestaciones de octubre. Ahí reúne el pensamiento contemporáneo, las demandas actuales y las luchas de varias décadas. Es una comunicación visual para las distintas maneras de expresarse política y artísticamente.
En su serie Memoria Abierta, Paula Carmona Araya tapa su cara en referencia a Obrabierta de Hernán Parada. El artista intervenía el espacio público durante la dictadura con una fotografía de la cara de su hermano detenido desaparecido como máscara, utilizando su propio cuerpo para demostrar la ausencia del otro. Paula, poniéndose frente a las fotos en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, apunta a que la memoria debe mantenerse viva y activa, y que siempre va a estar incompleta.
La muestra propone reflexionar sobre el valor de lo nacional, incluso en Alemania, para que el teatro de la memoria sea más inclusivo. Sirve, asimismo, para preguntarse cómo podría ser un porvenir en el que no se excluya a nadie y donde haya espacio para “una reina de la rebeldía cuyo rostro está tatuado en la memoria del país”, como describió Lemebel a Gladys Marín. Estas ‘reinas’ llevan símbolos distintos, como el clavel rojo que usan las familiares de detenidos desaparecidos. Un símbolo que no nació de una identidad colectiva imaginaria como la nación, sino de un dolor y una pérdida compartida.
Sin querer comparar las historias atroces de los países, la política y la cultura de la memoria de Alemania y Chile tienen en común el intento de salvar un abismo que se debería aguantar. Solamente así biografías diferentes pueden coexistir horizontalmente, sin quitarle a nadie el derecho de expresarse. Una sociedad justa soporta las semejanzas y disimilitudes. Y la memoria es un océano en el cual debemos aprender a nadar. Una de las últimas frases de Salvador Allende antes de su muerte fue: “La historia es nuestra y la hacen los pueblos”. En el caso chileno, las preguntas de quién es el pueblo, quién hace la historia y quién pertenece a este nosotros imaginario se han vuelto más necesarias que nunca de responder.