El dolor no es para los descarnados

30.05.2022
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Desde que tengo memoria, recurrí al baile como un refugio. Toda sensación desagradable o incómoda la esquivaba o la transformaba bailando. Llevo unos cuantos años usando la misma técnica, solo que a veces la vida te golpea más duro. La danza te prepara para aguantar cierto dolor físico, pero pareciera que los que afectan al alma son descarnados y muy complejos de transitar. Es ahí cuando se presenta la dificultad de canalizar por tu cuerpo una emoción que desconoces o que simplemente quieres evitar.

Hace unos cinco años, estuve sometida a una de las experiencias físicas más desafiantes que he tenido en mi vida. Mi hermano, a quien admiraba profundamente por su sensibilidad y convicción artística, se quitó la vida. Este suceso me dejó expuesta a un dolor inconmensurable. A un estado de confusión continua. A un malestar físico que se hizo permanente. Me dolía el pecho como si cargara una gran piedra que apretaba mi esternón. Me dolía también la espalda, los pulmones, me faltaba el aire. Me sentía seca, deshidratada de tanto llorar. 

La danza -que es mi profesión, mi pasión, mi todo- me ha dado la posibilidad de escarbar, de buscar, de escuchar y de alertar cuando algo en mí no está bien. Porque muchas veces es el cuerpo el que te revela cómo estás por dentro; si estás inquieto, molesto, triste, agobiado, dubitativo. Todo eso se ve en el gesto corporal.

El cuerpo no miente, aunque seamos nosotros mismos los que buscamos engañarnos.

Así, pude saber de inmediato que este proceso de depuración emocional venía para largo. Y que es probablemente una experiencia que me acompañaría toda mi vida. Nadie te prepara para la tragedia. Tampoco nadie te enseña a cuidarte o a quererte cuando todo parece estar cuesta arriba. 

En el primer periodo de la muerte de mi hermano, a semanas de su partida, no salí de la casa. Recuerdo haber mirado muchas veces el cielo desde mi balcón y sentir una pequeña esperanza, como si en ese gran multiverso estrellado, amplio e infinito, estuviera su presencia. Tal vez recurría a esa idea para calmar mi ansiedad por no saber dónde estaba. ¿Dónde había quedado su voz y su olor? En ese tiempo, tuve la suerte de ser custodia de sus cenizas y en una pieza de mi departamento, le armé un altar con flores junto a un auto retrato en blanco y negro que se había sacado en Bolivia. Sus ojos se veían hermosos y me daban la sensación como que me estuviera mirando. También puse algunas de sus pertenecías: un collar y una polera que guardaba su olor. Su materialidad -ahora reducida a una cajita, horrible por lo demás, de 30×20 centímetros con una placa que llevaba su nombre-, me recordaba que ese era su nuevo cuerpo. Que esa era su nueva realidad. 

A diario, por un par de meses, me senté frente a su altar para intentar digerir lo que estaba pasando. Lloré ahí por largas horas, hasta agotarme. Me tumbaba en la cama para tratar de dormir, pero aunque a veces lograba caer en sueño, al despertar sabía que esta realidad no había acabado. Mirar el altar era ver cómo su cuerpo había cambiado de estado. A ratos me invadía la rabia, la ira. Sin saberlo, inventé para mí misma una suerte de exorcismo; le pegaba combos a la cama, una y otra vez, dándole con toda mi fuerza hasta que de cansancio soltaba nuevamente el llanto. 

También me dieron ganas de gritar, pero algo de cordura me quedaba. Sabía que si lo hacía, mis vecinos se preocuparían, así que logré reprimir el deseo hasta que un día, en un ataque de ansiedad, me surgió la idea de morder la almohada y hacerlo. Casi como la escena de un homicidio. A pesar de que la imagen puede parecer perturbadora, para mí todas estas acciones tuvieron como fin lograr estar relajada. Quería poder liberar la tensión que significa sentir un dolor profundo del corazón y dejar de experimentar sensaciones inexplicables e incontrolables. El dolor hace eso; te altera, te incomoda y te sobrepasa. En ese momento sentía que iba a explotar, que esa herida duradera nunca iba a sanar y estas pequeñas tácticas ayudaron a liberar y a apaciguar el rato. En cada grito había una descarga, un alivio, una expulsión del dolor del cuerpo. 

En esa época, también desarrollé tics en los ojos, que se manifestaban como movimientos involuntarios y cambios extremos de ánimo. Mi sistema nervioso estaba hablando; el corazón me decía que algo no estaba bien. Y aunque como bailarina quizás tenía las herramientas y el conocimiento para combatir el dolor físico, no estuve exenta de él. Nunca lo estamos. Me vi en ese momento, y me sigo encontrando a veces, llorando la ausencia de su cuerpo y tratando de decirle al mío que se comporte de manera más ausente, que se vacíe de todas esas emociones que me impiden estar en paz. A ratos me encontraba pidiéndole al misterio que me sedujera con la incertidumbre de no saber dónde deparan las almas y a la oscuridad que me mostrara el camino, mientras intentaba soltar y saltar al vacío. Muchas veces me vi pidiéndole a la realidad que se convenciera de que mi historia ya no es la misma sin él.

No soy una experta en el tema del dolor emocional, pero sí sé que las prácticas físicas son capaces de regenerar y reparar ciertos hábitos incrustados en nuestro cerebro que pueden ser contraproducentes para nuestra salud. Para mí, la danza fue lo que me permitió expulsar el dolor y transformarlo en algo más útil que una piedra en el zapato o, en este caso, esa roca en el pecho que no me permitía nada más que sentir mi cuerpo pesado, fatigado y desmotivado. Remover el cuerpo, la sangre, los órganos, los brazos, las piernas, no me eximió de sentir el tremendo y profundo dolor que sentía, pero sí lo hizo más llevadero.

Había un propósito en cada baile: hacer más ligera su ausencia.

Resulta curioso: mi cuerpo justamente reaccionó ante la ausencia del cuerpo de mi hermano. De la carne y del hueso. También ante la ausencia de su amor y ante el hecho de que existía un término material de nuestra hermandad y de toda la carga emocional que logran desplegar, a lo largo de una vida, las personas que uno ama. Por eso, sigo poniendo mi energía todos los días a las prácticas corporales para atravesar por las infinitas experiencias; algunas buenas, otras malas, otras dolorosas o alegres, confusas o extrañas. Todas a mi gusto son parte de lo mismo; de la aventura de ser humanos. Y es el cuerpo lo que se nos concede como hogar, donde se aloja el alma para transitar por la vida.

Escrito por

Alexandra Mabes es bailarina y coreógrafa. Sus temas abordan el cuerpo, el movimiento, la danza y la performance, y su relación con las emociones y las experiencias personales.

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