El mandato de la masculinidad

20.09.2022
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Archivar una obra suele ser sinónimo de darla por terminada, pero la mirada crítica puede oxigenarla. Revivirla.

Así, al volver a mirarlas, algunas obras se vuelven raras, movedizas, asombrosas. Avanzan hacia una nueva realidad, inesperada y disidente. Yo estudio a artistas que, dentro de su práctica, destruyen, rompen, perforan y vacían cosas. Para mi tesis doctoral elegí a cinco chilenos, todos hombres cisgénero, que entre 1969 y 1989, exploraron a través de sus cuerpos acciones performativas.

Me interesa estudiar la crisis de la masculinidad porque creo que entenderla puede contribuir al feminismo.

La antropóloga argentina Rita Segato acuñó el término mandato de masculinidad para referirse al imperativo que sienten la mayoría de los hombres de calzar con una masculinidad hegemónica; un ideal por el cual los varones se doblegan ante sus pares demostrando “codicia, potencia, dominio, violencia y control para ser considerados como tales”, dice la autora. “Los hombres han sido obedientes a ese mandato a cambio de un título de prestigio que es ser hombre”, porque se les ha enseñado que “ser hombre confiere una superioridad en la sociedad”. Esto nos recuerda que hay un trabajo pendiente, “que es convencerlos de que se trata de un mal negocio; ya que lo que se les ofrece a cambio de curvarse al mandato de masculinidad es demasiado poco en comparación con lo que pierden”.

En ese sentido, no hay una sola forma de mandato. Nunca es el mismo en distintas esferas sociales, económicas o territoriales. De hecho, no es el mismo hoy, al que era ayer. El arco entre 1969 y 1989 que he elegido observar para mi investigación recoge cambios políticos y artísticos que dan cuenta tanto de quiebres como de emergencias y, sin embargo, hay una constante: la incomodidad por calzar con la masculinidad hegemónica. 

Los cinco artistas que analizo, hicieron obras performativas en un período histórico en que la performance no estaba definida como disciplina artística. Por lo tanto, sus trabajos son sumamente intuitivos y, a nivel de archivo, sumamente valiosos. Estos artistas no necesariamente se conocieron, no necesariamente trabajaron juntos, no ocuparon los mismos recursos creativos ni formales. Pero todos rompieron. Todos atravesaron, quebraron o perforaron algo.

Félix Maruenda desplegó en 1969 sus fuselajes de aviones ahuecados en el hall central de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile (actualmente el Museo de Arte Contemporáneo). Ahí dibujó las siluetas de su propio cuerpo caído en el suelo, como un cadáver y, en colaboración con otros estudiantes de arte, reprodujo el sonido de bombas y metales estrellándose. El día en que Peligro ocurrió, le pidió a miembros del Ballet Nacional que se movieran desenfrenadamente entre los asistentes a la obra mientras en dos lienzos se proyectaban imágenes de la Guerra de Vietnam y la sombra de las mismas personas presentes ese día.

Dos años después, el también estudiante Carlos Peters armó delante del lente del fotógrafo Bob Worovicz una instalación por capas, entre un balón de gas y una serie de pinturas realizadas en cartones, en las que aparecía a escala real –un retrato de su padre–, vaciado de expresión facial. Esta desconocida obra existió principalmente para el lente del fotógrafo en 1971 y se tituló Hombre.

Ese mismo año Gordon Matta-Clark, de paso por Chile, perforó el piso del primer nivel del Museo de Bellas Artes para hacer llegar a través de un juego de espejos, un haz de luz natural a los recónditos baños de servicio, ubicados en el subsuelo. El título de su obra es Claraboya y la realizó mientras se construía la sala subterránea que llevaría el nombre de su padre, Roberto Matta.

En 1974, los agentes de la dictadura de Pinochet hicieron desaparecer forzosamente desde su casa en Cerrillos a Alejandro Parada, el hermano mayor del estudiante de arte, Hernán Parada, quien en 1978 comenzó a realizar su Obrabierta, una acción que buscaba hacer aparecer a través de la memoria afectiva e intelectual, a su hermano secuestrado. Parada pasó de representar la biblioteca de Alejandro a pasearse por espacios íntimos y públicos con una máscara que reproducía la cara del desaparecido, vaciándose a sí mismo de identidad para prestarle el cuerpo a su hermano.

A finales de la década de los ochenta, diez años después del hallazgo dentro de los monumentales hornos de Lonquén de quince cuerpos de detenidos desaparecidos, el artista Gonzalo Díaz realizó una exposición en la galería Ojo de Buey que concluyó con una performance en que, de noche, rompió catorce vidrios de catorce lijas impresas y enmarcadas en cotorce cuadros, diciendo los quince nombres de los quince hombres muertos que habían sido arrojados en los oscuros fondos de Lonquén.

En los registros que le sobreviven a estas acciones efímeras vemos a los artistas rompiendo, abriendo, rajando, vaciando, quebrando cosas.

Y lo hacen deliberadamente con su cuerpo como instrumento. Yo veo aquí una forma intuitiva de lidiar con el dolor. Ya sea el dolor de la guerra, el peso de la figura paterna, la ausencia de un ser querido arrebatado a la fuerza o la muerte de quince desconocidos. 

Estos artistas, que también son hombres, resonaron afectivamente con sus entornos a partir del quiebre de la dignidad de otros. Se vieron afectados por distintas formas de injusticia, opresión y violencia, aunque estas no fueron ejercidas directamente sobre ellos. Desde donde lo veo, al verse afectados de manera trans-corporal por el dolor de otros, lo que hicieron fue vaciarse del mandato de masculinidad y, así, permitirse temporalmente sentir rabia, pena y frustración. Por ellos mismos y por sus pares. Para dar cuenta de esto, extendieron los recursos formales con los que trabajaban y exploraron más allá de sus propias convenciones.

Conversando de mi tesis con la arquitecta Alejandra Celedón, nos dimos cuenta de que Rita Segato hace en sus textos y charlas un llamado a desmontar el mandato de masculinidad, mientras que mi investigación plantea que la performance les abrió a estos artistas la posibilidad de vaciarse, aunque fuera temporalmente, de ese mandato. Los dos verbos no son sinónimos, sino que hablan de cuestiones diferentes. Desmontar, equivale a una acción de desarme estructural en la que se conserva la base. Vaciar, en cambio, es una acción más radical. Porque no deja nada erigido ni sólido. Según la RAE, vaciar es sacar, verter o arrojar el contenido de una vasija u otra cosa.

A principios de la década del setenta, el hasta ahora desconocido artista Carlos Peters, explicaba en una entrevista publicada en El Mercurio, lo que entendía por masculinidad: “Yo no creo que el hombre sea ninguna maravilla en este momento. Creo que es bastante podridito, no tanto por culpa misma del hombre, sino un poco -que sé yo- de otras cosas o lo que han querido hacer de él”, dijo. “Pero decididamente uno tiene que separarse, tiene que retirarse de ciertas cosas porque son falsas, porque no reflejan la realidad”.

Con Alejandra nos interesó pensar que el mandato, de hecho, podía no ser rígido, sino algo fluido. Y, manteniendo la hipótesis inicial, observar lo que quedaba vacío. De ahí nace el título de mi proyecto, que también funciona como adjetivo para denominar a los artistas con los que elegí trabajar. A Maruenda, Peters, Matta-Clark, Parada y Díaz les digo huecos, no sólo como un apelativo que pretende desestabilizar su condición canónica, sino también porque eso es lo que hacen. 

Hacen huecos en los aviones de guerra que rompen, en los rostros de sus padres que calan, en los pisos del museo donde perforan o trazan sus siluetas, en sus propias identidades cuando se vacían de ellas, en los fondos de la historia para nombrar a los que se les fue arrebatada la vida. Y ellos mismos, así, también se hacen huecos y subvierten, con sus acciones, lo que se espera de ellos. Al ser capaces de mostrar vulnerabilidad.

Escrito por

Escritora e investigadora de artes visuales. Ha trabajado como editora en distintos medios y actualmente cursa un Doctorado en Artes, donde investiga las relaciones en performance, espacio y género.

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