La primera lectora que tuvo la novela Inacabada (Alfagura, 2023), justo antes de que se fuera a imprenta, fue mi hermana menor, Josefina. Con ella, desde chicas, nos ha unido un lazo marcado por la creatividad, el juego y el asombro. Sin embargo, desde que empecé mi tránsito de género noté, con tristeza, que se lo estaba viviendo como un duelo.
Como me insistió en que quería leerla apenas se pudiera, le pasé el manuscrito final y sus ojos fueron los primeros que se encontraron con todas esas palabras que están en el libro. Me interesaba su lectura porque intuía que en esa petición suya, había una promesa de cercanía. Por supuesto que me fue difícil aguantarme y apenas se lo empezó, la cubrí de preguntas: Hermana, ¿en qué página vas? ¿Qué te ha parecido? Ella, pacientemente, me fue respondiendo. Y como la novela es una mezcla entre ficción y autobiografía, más que opiniones, ella tenía preguntas. ¿En verdad nunca tuviste sexo con tu primer pololo?, me preguntó. Le parecía un desperdicio que no hubiera probado a ese hombre.
Más allá de lo que era y no era real, había una preocupación suya que venía del amor y era que yo lo hubiera pasado mal en mi infancia. Esa, creo, es una de las sorpresas y pesadumbres más comunes que se llevan las personas queridas cuando quienes transitamos les compartimos quiénes somos, lo que nos pasa y lo que nos ha pasado siempre. Mi hermana menor me dijo: “Nunca vi tu pieza como un refugio de estar mal, sino como un lugar mágico. El mundo se paraba cuando me invitabas porque yo jugaba todo el día sola. Así que entrar a donde estabas tú, era lo máximo”.
Pienso en mi pieza de infancia y en cómo efectivamente fui encerrándome. Quiero decir, apartando de la vista a mí dimensión más íntima. Pero pienso también en las grietas, fracturas y aperturas que contempla la soledad. Para mí la escritura es y ha sido siempre una manera de vincularme con las personas. Por eso me importaba que mi hermana menor fuera su primera lectora. Porque lo que yo añoraba, era volver a vincularme.
Cuando se lo terminó me dijo: “Mira, a mí tu tránsito me costó. Siempre he pensado que tú empezaste tu transición con mi primer embarazo, puerperio y muy luego vino mi segundo embarazo. Es decir, hormonas tuyas y mías, iban y venían, con emociones tuyas y mías y todas se mezclaban. Para mí, que te hayas puesto a escribir, fue sentir que todavía existía la persona que me hizo feliz en ese mundo dentro de tu pieza y pude volver a conectar contigo. Por eso necesitaba leerlo con tanta ansiedad. Leerte me hizo bien y me confirmó que todavía estás y que estás mucho mejor de lo que quizá yo no pude percibir cuando era chica”.
Mi mamá, como la madre de la novela, es profesora y dedicó su vida a enseñarle a infancias a pensar con las palabras. Pero además, es hija de un escritor, por lo que la lectura fue una práctica que me enseñó desde temprano a perfeccionar y gozar. Desde los cuentos que me leía en la cama hasta los libros que todavía me regala porque cree que me pueden gustar, lo que ha hecho por más de cuarenta años ha sido abrirme un mundo en el que yo nunca he tenido que falsear ni ocultar mi identidad. Porque al leer he sido siempre yo misma.
Creo que la novela que escribí celebra ese espacio de libertad radical que es la lectura. Y que esa práctica de escritura, que realicé sola en pandemia y luego en compañía de Paz Balmaceda, la editora del libro, se completó no sólo cuando esta novela se imprimió, sino que cuando mi mamá lo leyó. Hace unos fin de semanas, se la llevé a su casa en la playa. Ahí la vi leer concentradamente. Temprano, en el sillón, tarde, en la cama, temprano, otra vez, en la cocina. Por supuesto que, al igual que mi hermana, no me aguanté y le preguntaba cada cierto rato: Mamá, ¿en qué página vas? ¿Qué te ha parecido? Pero ella, a diferencia de la Josefina, no aceptó que la interrumpiera y me pidió que la dejara leer tranquila. Porque “así hay que leer” y porque a ella le gusta avanzar y retroceder.
Aunque mi mamá, como profesora, era el terror de la lectura veloz en los colegios, ella lee las frases lento y antes de dar vuelta la página, vuelve a leer párrafos enteros. El día que terminó la novela hizo dos cosas: me regaló un par de aros y me dijo que le llamaba la atención que la protagonista de Inacabada le dijera “estructuras” a obras de ingeniería, como puentes y edificios, pero también a medios de transporte, como aviones y transbordadores. Y que todas las estructuras parecieran desafiar fuerzas mayores, como la gravedad.
Por supuesto que lo primero que hice fue revisar las veces en que aparece la palabra estructura en la novela, y mi mamá tenía razón. Ahí hay una pista para identificar el trayecto de una identidad que sobrevive a lo que cambia. Sólo por nombrarla, la primera vez en que uso esa palabra en el libro es cuando las dos protagonistas, la madre y la hija, que tienen dificultades para hablarse, van a bordo de un avión: “A medida que la ciudad y el aeropuerto del que habían despegado fueron quedando atrás, Juana sintió que ya no había retorno y admiró la ligereza con la que toda esa estructura de materiales metálicos se abría paso por el cielo” (página 19).
Y en ese sentido, recordé Los argonautas de Maggie Nelson, una novela sobre el tránsito y el amor que ella tituló así citando a Roland Barthes, quien alguna vez planteó que quien dice “Te quiero” es semejante al argonauta que renueva su nave durante el viaje sin cambiarle el nombre. Porque así como sus partes pueden ser reemplazadas sin que Argos pierda su nombre, el significado de la frase “te quiero” debe renovarse cada vez que se enuncia. Ya que, como dice Barthes, el verdadero trabajo del amor y del lenguaje es darle a una misma frase, inflexiones siempre nuevas.
También pensé en un libro del poeta Ocean Vuong que se titula En la Tierra somos fugazmente grandiosos, una larga carta que le escribe a su madre que no sabe leer, en la que ocupa la migración de las mariposas monarca para hablar de la experiencia de aprendizaje, del amor y del duelo que significa tener una madre: “Las monarcas que vuelan al sur no volarán ya hacia el norte. Cada partida, por tanto, es definitiva. Solo sus hijas vuelven; solo el futuro vuelve a visitar el pasado” (19). Creo que a la luz de esas conexiones, lo que pienso y lo que quiero decir con esto es: gracias. Gracias mamá por inculcarme la lectura no como un hábito, sino que como una forma de exploración, de conocimiento y de vida.
Encontrar conexiones entre textos que he leído es también hacer conexiones entre experiencias vitales con las que resueno, que me permiten entenderme y entender qué lugar ocupo en el mundo. Me dan la posibilidad de elegir cuál es mi lugar de enunciación. Y esto es: tener la libertad de ubicarme donde yo quiera para escribir. Y para esta novela, decidí escribir desde el interior de mi pieza, pero con la puerta abierta. Para que entrara el viento, para que yo escuchara lo que pasaba afuera, para que mi hermana menor pudiera entrar. Para conectar.
Esta dinámica, o estructura, podría parecer nueva, pero en verdad no tiene nada de novedosa: es esa figura antigua, en que un sistema mayor contiene a uno menor. En su larga carta, Ocean Vuong interpela a su mamá y le dice: “Te estoy escribiendo desde dentro de un cuerpo que un día fue tuyo. Lo que quiere decir que te estoy escribiendo como hijo”. En mi caso, es lo mismo. Pero como hija.
Una versión de este texto se leyó el jueves 05 de enero a las 19:00 horas en la Biblioteca del Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM), en el lanzamiento de la novela Inacabada (Alfaguara, 2023). El libro está disponible en librerías y en Buscalibre.cl.