He tenido la suerte de investigar sobre poesía chilena y cueca por más de 20 años, no por una pretensión intelectual, ni académica, sino porque simplemente sucedió así. La conocí porque la tenía cerca y luego la busqué. Algo de ella siempre resonó en mí; las letras, la poesía.
Todo comenzó cuando era niño. Crecí en una pequeña pieza junto a mi hermano, seis años mayor. Una tarde, cuando yo tenía 10 años, le compartí un secreto:
– Escribo poesía.
– ¿En serio?, me dijo. Que buena… A ver, muéstrame algo…
Leí todos los poemas que tenía, que no eran muchos. Cuando terminé, mi hermano me hizo sentir que lo que hacía era importante, y me contó que él también escribía.
– ¡¿En serio?!
– Sí.
– A ver, muéstrame algo…
Recuerdo haber escuchado, entonces, uno de los mejores poemas con los que me he cruzado hasta el día de hoy.
Este primer intercambio dio paso a incontables conversaciones en torno al ímpetu existencialista que compartíamos en esa época, en la que habitualmente, cada vez que le expresaba un sentir o reflexionábamos sobre algún tema, mi hermano se acercaba a la biblioteca que había reunido y sacando un libro me decía: “léete esto”.
En Chile han existido, y actualmente existen, muchas personas que han dedicado su vida a narrar quiénes somos y a describir nuestro paisaje. Oralidad y literatura que hacen las suertes de enciclopedia histórica. Una literatura que siempre hay que releer y reeducar. Y una oralidad a la que siempre hay que prestarle atención, escuchar y retransmitir. Porque ambas contienen las bases de nuestra educación; saber interpretar quiénes hemos sido, quiénes somos y cuál es el territorio que habitamos.
“Desterrado por siempre, solemne, vertical, desterrado
como un águila ebria sobre una isla en llamas,
ya sin ansias de todo lo vivido
me vuelvo a la vigilia de mi cáliz
y nada, nada espero de los días que vienen
sino una azul espada que me destroce el alma”.
Carlos de Rokha
Jorge Teillier, Carlos, Winétt y Pablo de Rokha, Boris Calderón, Romeo Murga, Teresa Wilms Montt, Manuel Rojas, Marta Brunet, Coloane y Mariano Latorre son algunos de los autores que nos han acompañado en esta constante búsqueda, casual e intuitiva, curada por mi hermano.
A esto se suma que en el año 1998, me encontré con un hermoso documental de Los Chileneros que mostraba, de la guía de los integrantes del grupo, los barrios y lugares en donde surgía su poesía y su canto. Un referente obligatorio.
Y más o menos así, comenzó mi amor por el folklore.
Me ha interesado investigar y participar en la transmisión oral de nuestra cueca chilena porque me enamoré de ella y de su historia, un ejemplo vivo y dialéctico de juegos matemáticos, literarios y expresiones poético-musicales heredadas de la cultura mora-andaluz y común a lo largo de la experiencia identitaria latinoamericana.
Siempre me ha impresionado la capacidad de síntesis en el lenguaje. Me motiva observar cómo con la menor cantidad de palabras se puede lograr la mayor transmisión de imágenes evocadoras, representativas y descriptivas de paisajes, sentimientos, vivencias y recuerdos.
“Toma este puñalito
Ábreme el pecho
Y verás tu retrato
Que está bien hecho”.
Nano Nuñez
“Leyendas amarillas
Negras y rojas
Las descifré llorando
Hoja por hoja”.
Violeta Parra
“Si querí pasar a verme
No dudes pasa de largo
Que una vez ya derribado
No tiene belleza el árbol”.
Lucho Castillo
Dicen que uno cambia frente a la experiencia transformadora de presenciar una obra de arte, y más si es universal como nuestra poesía chilena.
Es una estructura o plantilla métrica que se vuelve un lenguaje actual y presente cada vez que se reutiliza para contar nuevas historias. La cueca es una herencia de transmisión oral que nunca ha dependido de libros ni aulas de clases para su supervivencia. La cueca es la ebullición del alma canalizada en poesía y canto popular, que relata las más variadas vivencias de lo cotidiano, el territorio y el cuerpo.
La cueca es un canto que narra las profundidades del alma y su diverso sentir.