Ignacia Moreno

La distancia de pertenecer a otra especie 

14.06.2024
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Vivimos en una época en que las relaciones se han vuelto muy difíciles, de formar y de sostener. Baptiste Morizot, filósofo francés, sostiene que estamos ante una crisis de las relaciones que también se expresa en una “crisis de la sensibilidad”.

Dice que ya no escuchamos a la naturaleza y que, por lo tanto, hemos perdido la capacidad de interpretar sus señales. Al reemplazar nuestros sentidos por el uso de dispositivos tecnológicos más “exactos” , olvidamos ese lenguaje. 

Algunos factores que inciden en esta crisis son: la velocidad, la competencia, el individualismo y la multiplicación de las opciones. Una consecuencia del cambio de velocidad, explica el filósofo alemán, Hartmut Rosa, se expresa en nuestra relación con los objetos que, de a poco, hemos ido convirtiendo en extraños. Las formas de intimidad o familiaridad tardan tiempo en construirse, entonces, sin ese espacio, los reemplazamos mucho antes de familiarizarnos. O evitamos esa familiaridad para cambiarlos rápidamente. Una combinación de velocidad y abundancia.

Bajo estas condiciones establecer relaciones se vuelve complejo. Entonces, nos movemos en extremos: entre el desapego o esa distancia, como un muro, que impide que las personas se acerquen; y la apropiación y el deseo de controlar a otros. 

Entonces, ¿Cuál es esa distancia que permite el amor? ¿Cuál es la distancia que permite establecer relaciones y vínculos duraderos en el tiempo? 

La distancia que hace posibles las relaciones duraderas es la que permite un cierto grado de extrañeza. Una que tiene un poco de lejanía y cercanía, que se mueve en ese eje entre el asombro por lo desconocido y la familiaridad. Entre lo disponible y lo indisponible. Entre lo que se nos escapa y lo que conocemos. Entre el temor a lo distinto y la seguridad que nos da lo semejante, porque entre el miedo y la seguridad está el misterio, la curiosidad y el asombro que produce lo desconocido. La extrañeza que permite la distancia. Esa distancia que hace parecer algo de otro planeta

La distancia de pertenecer a otra especie. 

Esta distancia es como el azul. Rebecca Solnit en uno de sus ensayos titulados “El azul de la distancia” explica que es un color perceptible a una cierta separación y que a medida que esta disminuye, desaparece. Es el color de donde no se está, porque este azul está en la distancia. No en un punto, dice, sino en la atmósfera que nos separa de la montaña.  

Retomar las relaciones y los vínculos tal vez implique aprender a vivir en esa graduación en la que todavía vemos el azul. Aprender a permanecer a esa distancia “justa” en la que la lejanía no es indiferencia y la cercanía, dominación. Como el rastreador, que sigue a una cierta distancia para no ser visto y, de esta manera, poder observar al animal en su estado natural, silvestre.

El rastreador no persigue al animal para dominarlo, domesticarlo o convertirlo en su trofeo. Tampoco pretende humanizarlo, sino más bien lo contrario: volverse, él mismo, salvaje. Rastrear, dice Morizot, consiste en descifrar e interpretar pistas y huellas para reconstruir perspectivas animales. 

Esta distancia también se mueve entre lo disponible y lo indisponible, donde la “graduación justa” del azul sería un estado de semidisponibilidad. Porque, en palabras de Rosa, donde está todo disponible, el mundo ya no tiene nada que decirnos y, por el contrario, donde se ha vuelto totalmente indisponible, ya no podemos oírlo porque se ha vuelto inalcanzable; el mundo se silencia y deja de hablarnos. 

Entonces, conocer qué es lo que nos aleja y lo que nos acerca a esta otra especie, es necesario para tratar de encontrar cuál es esa distancia que nos permite establecer relaciones y vínculos duraderos. 

* * * 

Soetsu Yanagi, autor de La belleza del objeto cotidiano dice que cuando alguien se familiariza demasiado con una vista, pierde la capacidad de ver realmente lo que tiene delante. 

El espacio doméstico es esa vista, ese paisaje al que estamos “demasiado” habituados. Y los objetos, lo que dejamos de ver porque nos acostumbramos a su presencia. Pero aunque esa costumbre pueda significar que los ignoramos, también podría deberse a que los sentimos parte de nosotros. Y aunque a veces dejamos de verlos, sabemos que están, porque la densidad del aire en una casa habitada es distinta a la de una casa vacía. Y es que, como dice Yanagi, estamos demasiado inmersos en estos objetos, en su compañía silenciosa. 

La distancia que permite una casa puede ser, a veces, inmensa e infranqueable, y otras, inexistente y asfixiante. Pero, en nuestra relación con las cosas, pareciera ser la distancia justa.

Escrito por

Ignacia Moreno García es Diseñadora de la Universidad Católica de Chile. Se interesa por la cultura material, en Ritmo Media escribe sobre la relación entre las cosas y las personas.

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