Tan lejos, tan cerca no es sólo el título de una película de Win Wenders. Es también una posibilidad para ver cuál es la opción de lugar donde elegimos ver el mundo quienes trabajamos en fotografía. ¿Cuán cerca me posiciono de la persona a quien retrato?
Esta pregunta no guarda sólo estricta relación sobre el espacio en el que nos movemos, sino también cuánto de nosotros estamos dispuestos a dejar ahí. Cuán permeables seremos a ese vínculo.
En lo material, nuestros movimientos se acercan hacia el otro y lo vuelven consciente del ejercicio fotográfico. Acá estás tú y acá estoy yo. Y estamos en esto. Por eso la elección del lente que se comporta como el ojo humano -el de 50mm- me parece que es el más honesta en el momento en que fotografiamos.
Este lente obliga a estar lo suficientemente cerca del sujeto como para que la imagen tenga el carácter que nosotros queremos, lo que también vuelve al registrado consciente de la realidad de la toma. Así, la persona a quien fotografiamos también sabe lo que estamos capturando y va entregando lo que quiere contar.
Excluye los grandes contextos, por lo que debemos asumir que en esa elección hay pérdida, ya que los espacios también tienen expresividad. Pero como en todo orden de cosas, hay que elegir dónde están puestos nuestros afectos.
El proceso de escucha del retratado por medio de la imagen, es hermosamente envolvente. Un lugar que permite capturar al otro y los intersticios de esta relación. Una especie de entremedio donde se genera este espacio de co-creación que da inicio a la obra que quedará plasmada en la imagen.
Démonos el tiempo para ver qué es lo que pasa.
Para lograr este diálogo íntimo, el proceso requiere tomarse el tiempo y no siempre fotografiar desde el comienzo. Tomar once y sentarse un rato. Conversar, reírse, observarse. Es algo así como una danza donde dos personas son conscientes de sus movimientos; del movimiento del otro, pero, sobre todo, de lo sucede entremedio de ambos.
Desde una perspectiva horizontal. Como una imagen que se trenza a medida que vamos haciendo fotos, y que se comporta como un tejido repleto de símbolos, intenciones, puntos de contacto. Una imagen “chi´xi”, como diría la antropóloga boliviana Silvia Rivera Cusacanqui, que según el diccionario aymara-castellano se define como “gris con manchas menudas que se entreveran”. Un gris en que la contradicción del blanco y el negro no se sintetiza ni se fusiona, sino que se habita.
Me gusta pensar la fotografía de retrato desde esa perspectiva, ya que incorpora a cada uno. Mezclados. Combina colores y tiene una permeabilidad absoluta.
Este fluido visual -que por lo demás, es muy poco patriarcal- vuelve la decisión de la fotografía de retrato como gesto co-creativo. Se convierte en un espacio donde ambos tenemos que entregar. Donde no hay protagonistas. Donde no hay sujetos pasivos, sino dos personas que quieren construir, desde la entrega, una imagen que los contenga a ambos.