Con la Dai, el Leo y Hann, tres amigos con los que coincidí en distintos cursos durante el primer año de mi Doctorado, tenemos un club.
Se llama el Club de la Imagen Independiente y lo fundamos en pandemia.
Lo hicimos un poco en broma, pero también reconociendo que necesitábamos una instancia no formal para reflexionar sobre intereses comunes que no tenían cabida en nuestras clases. Primero fue un chat y luego comenzamos a juntarnos presencialmente. En distintas sesiones, hemos discutido a Didi-Huberman, Preciado y Rancière. Nos hemos tomado la cuestión del club en serio. Pero también, a veces, nos hemos sentado solamente a tomar té, comer completos y hacer pizzas. Cuando conté en el WhatsApp del club que presentaría el documental Palabras cruzadas: los amigos de Matta-Clark de Matías Cardone en el Centro Cultural Gabriela Mistral, Hann dijo que la bajada le parecía “amorosa” y Leo reparó en que —de hecho— sonaba como a un club.
Dentro de las preocupaciones que involucró este giro afectivo estaba reconocer la capacidad que tienen los cuerpos de afectar y ser afectados unos por otros y la relación política que se da entre las esferas pública, privada e íntima. Este documental podría inscribirse en esta línea.
En Palabras cruzadas: los amigos de Matta-Clark, aparecen personas poniéndole adjetivos, etiquetas y anécdotas a la identidad inclasificable de su protagonista. También ronda entre ellos una pregunta que apela a la imprecisión, que cuestiona qué entendemos por existencia humana en relación al cuerpo. Esto con el fin de comprender qué es y dónde reside lo vital. Los testimonios de los amigos, colaboradores y amores de Matta-Clark dan cuenta no solo del contexto histórico, político y cultural donde el artista hizo su obra, sino también sobre cuáles eran sus preocupaciones sociales y afectivas.
El suyo no fue un trabajo hecho en solitario. Los relatos de quienes lo conocieron insisten en lo colaborativo como un fundamento de su obra. Desde sus exploraciones performáticas con la comida, cuyo esplendor fue el restaurante FOOD en el SoHo, hasta la configuración de la corriente de “anarquitectura” surgida colectivamente en la galería 112 de Green Street, sus trabajos problematizaron con el escenario social de Manhattan en la década de los setenta. Pero también activaron el quehacer comunitario como frente de resistencia creativa a un mundo que estaba rápidamente deshumanizándose. Y en ese sentido, la amistad fue clave.
El formato coral funciona para dar cuenta de las constelaciones de afectos que rodearon la vida de Matta-Clark. Tanto para detectar quiénes fueron astros luminosos, como quiénes fueron hoyos negros en su trayectoria. El crítico Pedro Donoso también articuló así su libro La experiencia se transforma en objeto (Polígrafa, 2015) a partir de un coro formado por los testimonios del entorno cercano del artista, donde en una suerte de posta las voces se van sucediendo para relatar detallada y cronológicamente su época más productiva. Recuerdo que cuando años atrás tuve que reseñar esa publicación, reparé en una fractura que me pareció interesante: “Aunque pareciera existir consenso entre los testigos que reconstituyen esta escena, el ejercicio de acoplar los testimonios se enriquece cuando los puntos de vista se contraponen y surgen ciertas contradicciones”. Estas fricciones entre realidad histórica y fantasía, hacen que veamos a un Matta-Clark tan imperfecto como humano. Aparece como un sujeto consciente de sus privilegios, capaz de mirar críticamente cómo el modelo neoliberal se iba implantando en una estructura que le resultaba entendible y fascinante: la ciudad.
Ahora, época en la que se cumplen 44 años de su muerte, van apareciendo nuevas lecturas que nos muestran cómo el cruce entre su biografía y sus emociones —como el dolor—configuraron su identidad. De hecho, recientemente se descubrió que en su obra Citi Slivers (1976) había un breve texto escondido entre las imágenes. Ese hallazgo transforma radicalmente todas las lecturas que se hicieron del video antes de que se volviera legible lo que ahí dice.
En un fragmento de City Slivers, que Matías Cardone ocupó intuitivamente para abrir su documental, se ven personas y automóviles circulando entre los edificios de Nueva York a través de una estrecha rendija. Además de la vorágine urbana, al final del video vemos unas franjas plásticas color naranja, mecanografiadas con tinta negra que se cruzan delante del lente y parecen replicar un código o una serie de números girados. Pero lo cierto es que son letras que forman palabras.
El propio Matta-Clark dijo poco de esta obra. Sólo comentó que estaba pensada para ser proyectada en la fachada irregular de un edificio o en la intersección de dos muros interiores en un espacio de arte. Eso hasta que en una exposición en 2013 en la galería David Zwirner, de Nueva York, se volvió exhibir la cinta y en su catálogo se mencionó, al pasar, que se había logrado descifrar lo que decían las tiras naranjas: el verso de un poema que el artista le escribió a su hermano, Juan Sebastián, quien en el verano de 1976 -el mismo en que Gordon filmó City Slivers-, murió al caer de la ventana del departamento del octavo piso que ambos compartían en el SoHo. La historia cuenta que “Batán” estaba atravesando un complicado momento de salud mental y que su hermano Gordon lo dejó solo un momento, mientras salió a comprar algo para comer. Al volver, lo encontró tirado en la calle.
En las franjas naranjas que corren al final de City Slivers se lee: “Él acababa de golpear el pavimento / muerto / boca abajo”.
A la luz de este descubrimiento, me parece imposible estudiar a Gordon Matta-Clark sin considerar la dimensión afectiva que permea su obra. Por eso, como investigadora feminista que estudia artistas hombres que destruyen y vacían cosas, no quisiera que siga siendo leído hasta el infinito como un artista canónico que instaló una crítica urbana con sus obras. Porque, aunque sí lo hizo, también me parece importante mirarlo a través de una lectura de género.
Se suele decir que la modernidad hizo que desapareciera el ser humano y apareciera el ciudadano; que trajo consigo a la multitud. Pero Matta-Clark parece negarse a eso y construirle un vuelco a los afectos. Relevó su propia experiencia en los espacios públicos y a medida que percibió el borramiento de la vida comunitaria, los barrios, las cooperativas y el poder de la comunidad, insistió en trabajar justamente con ellos.
El teórico trans Jack Hablerstam, nos a advierte a quienes hacemos estudios culturales no caer en el método del presentismo perverso. Esto es cuando utilizamos enfoques del ahora para darle sentido a complejidades del pasado. Quiero aclarar que Matta-Clark hizo el grueso de su obra antes de que surgieran los estudios de género. Sin embargo, elijo abordarlo como un artista que desafió las convenciones y construcciones sociales, entre ellas la identidad. Y es que en sus trabajos las cosas nunca son una sola cosa. Cuando vemos a través de sus cortes, no vemos ni el interior ni el exterior de las construcciones, sino que ambos a la vez. Porque entre ellos surge un espacio intermedio. Inédito y extraño.
En 1975, junto a un grupo de amigos, Matta-Clark realizó un monumental corte en la fachada de uno de los muelles que se encontraban abandonados en la orilla del río Hudson. En el documental de Matías Cardone se ven algunas tomas de ese enorme galpón, parte de una serie de antiguos almacenes de mercancías y salas de equipaje ubicados entre Christopher Street y la Calle 14. Pero no se ve cómo ese espacio en desuso daba refugio a personas sin techo que montaban ahí sus campamentos, y que también fue parte de una ruta de encuentros clandestinos para personas queer que buscaban sexo.
En su libro Ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo, la crítica de arte Olivia Laing describe la escena de los muelles así: “Eran un paisaje de decadencia y grandeza destruida, reclamado por una población hedonista y disidente”. Por esas ruinas no sólo deambuló Matta-Clark, sino que también varios otros artistas atraídos por la monumentalidad del espacio y la posibilidad de trabajar sin vigilancia: Allen Tannnembaum, Stanley Stellar, Arthur Tress y Peter Hujar. “Todos ellos captaban instantes para la posteridad: las multitudes tomando sol desnudas en el muelle, las salas cavernosas con las ventanas y las vigas rotas, hombres medio desnudos abrazados entre las sombras. Imágenes de libertad sexual, de vicio y de placer”, dice Laing
Alvin Baltrop fue uno de esos fotógrafos autodidactas que se interesó en esta escena y documentó a hombres homosexuales y mujeres transgénero transitando en estos espacios. En sus recorridos, registró accidentalmente (o no) Day’s End. A lo largo de su carrera, Matta-Clark tuvo el control casi total de la documentación de sus obras, porque principalmente trabajó con construcciones justo antes de que fueran demolidas, convirtiéndose así en su último testigo. Pero con Day’s End, fue distinto. Después de tres meses de trabajo, cuando la policía lo descubrió, enfrentó una demanda municipal por parte de la Ciudad de Nueva York acusándolo de intervenir el galpón sin permiso. Y para evitar que el conflicto pasara a mayores, tuvo que irse del país. Si bien Day’s End –al igual que sus demás cortes- han sido leídos hasta el hartazgo como una reflexión urbana de lo efímero ante la predadora planificación inmobiliaria, la obra de Matta-Clark no fue, bajo ningún punto de vista, indiferente a la comunidad que utilizó esos muelles para constituirse como tal. Day’s End le dio cobijo a la escena de cruising y a la diversidad de las personas queer que habitaban esos galpones.
Hay un video en que Matta-Clark aparece flotando en el interior del enorme galpón del muelle, suspendido en un precario andamio que cuelga de una de las vigas. Está filmado desde el interior y se ven aparecer de a poco los rayos de luces del atardecer filtrándose por entre los latones. Después de que Matta-Clark calara la fachada, la luz terminó por entrar deliberadamente a través de una ranura con forma de vela, cegando temporalmente a la cámara y a quienes vemos del video, como en una especie de consagración del espacio.
Amigos que no fueron sus compañeros de universidad ni que vivían en su mismo barrio. Amigos que no pensaban ni actuaban como él. Amigos que se transformaron accidentalmente en sus colaboradores. Hablo de los desadaptados, los migrantes, las travestis y todas las personas que añoraban contacto humano y que pasaron alguna vez por los muelles de Manhattan a mediados de los setenta.
Day’s End es la única obra de Matta-Clark que vemos aparecer desde múltiples perspectivas, medios, encuadres y fechas disímiles, porque —como imagen— escapó al control de su autor. Tal como las fotografías de Alvin Baltrop, el trabajo de Matta-Clark expuso la precariedad material de un enorme lugar abandonado, pero también elevó las conexiones humanas y poéticas que se daban ahí a otra dimensión. Al dejar entrar la luz, permitió que el espacio quedara atravesado por los afectos que ahí se daban. Exponiendo sutilmente los vínculos entre personas disidentes, relacionadas entre sí por encuentros efímeros. Una amistad no convencional, poco hegemónica.
Esto me hace pensar en el poder de los afectos. Olivia Laing dice que los muelles de Nueva York durante la década de los setenta no sólo fueron un lugar para conseguir sexo y hacer arte, sino también una zona de contacto. De intersección entre personas de distintas procedencias, géneros y clases sociales. Un lugar que facilitó la intimidad y el despliegue de una afectividad profundamente pasajera.