Un viaje sin destino

27.02.2024
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Viajar es el paraíso de los necios, escribió Ralph Waldo Emerson, un intelectual estadounidense que a pesar de eso —o por eso mismo— viajó bastante: se las arregló, en pleno siglo diecinueve, para visitar dos veces Europa y recorrer completo su propio país dictando charlas. No pareció disfrutarlo.  

“En casa sueño que en Nápoles o en Roma puedo embriagarme de belleza y arrumbar la tristeza”, escribió. “Empaco las cosas en el baúl, abrazo a los amigos, zarpo mar adentro y por fin me despierto en Italia: a mi lado perdura la triste realidad. El gigante del que huí sigue ahí”. 

Ya entonces, antes de trenes, automóviles y aviones, se asomaba la ansiedad viajera, esa ilusión prometida —pero casi nunca confirmada— de que solo una aventura lejana, en un paisaje exótico o frente a unas ruinas centenarias, es capaz de calmar la inquietud del alma.

“Aquel que viaja para divertirse, o para conseguir algo que no porta, viaja para alejarse de sí mismo y envejece entre cosas viejas, aunque esté joven”, insistía Emerson.

La furia por viajar, le parecía a él hace casi doscientos años, el síntoma de una enfermedad más profunda: la de una sociedad que pierde la capacidad de imaginar.

El alma no es viajera, creía Emerson; el sabio se queda en casa, pues nuestras mentes se desplazan más lejos cuando el cuerpo se mantiene quieto. Parecido pensaba Cesare Pavese, escritor que jamás salió de Italia e incluso pasó tiempo en la cárcel por oponerse al fascismo. Fascinado por las restricciones, era un convencido de que el asombro no dependía del kilometraje acumulado.  

“Una verdadera revelación, me parece, solo puede surgir de la concentración tenaz sobre un único problema”, escribió en sus Diálogos con Leuco. “No estoy de acuerdo con los inventores o los aventureros ni con los viajeros que van a destinos exóticos. La manera más segura —y también la más rápida— para despertar el sentido de maravilla en nosotros mismos es mirar un solo objeto con intensidad, sin inmutarse. Súbita, milagrosamente, ese objeto se revelará a sí mismo como algo que nunca antes habíamos visto”.

Pero fijar la atención, como propone Pavese, concentrarse tenazmente en solo una cosa, hoy en día es un acto poético: ante el asedio al que nos someten las pantallas y sus distracciones, ninguna revelación tiene el tiempo ni el espacio suficiente para manifestarse. Si los reels y TikTok ya arrinconaron a “la mirada intensa” y “el sentido de maravilla”, los lentes de Apple los ponen en peligro de extinción.

De ahí el impulso por viajar: una gran excusa, quizá la mejor de todas, para profundizar aún más la desconcentración y atrofiar la imaginación. Miles de estímulos simultáneos, en apretados y carísimos itinerarios, que apenas dan un minuto para la fascinación, mucho menos para la perplejidad.   

“Al fin, la mejor manera de viajar es sentir / Sentirlo todo de todas las maneras / Sentirlo todo excesivamente”, decía Pessoa, poeta pedestre y sedentario. “Porque todas las cosas son, en verdad, excesivas, / y toda la realidad es un exceso, una violencia”.

El portugués carecía de autocomplacencia, pero valoraba de sí mismo su espíritu contemplativo: aunque nunca salió de su aldea —el barrio lisboeta de La Baixa—, siempre sintió que tenía a sus órdenes “el universo entero”. Según él, “en una celda o en un desierto está el infinito”.

¿Para sentir hace falta cruzar un océano, atravesar un continente o cambiar de huso horario?

Esperemos que no: el turismo, de acuerdo a un estudio de la Universidad de Sydney, aporta con un 10% del total de las emisiones globales de C02.

“El turismo masificado genera empleo, pero precario y estacional; aporta músculo a la macroeconomía, pero afecta al mercado de la vivienda; es una oportunidad para el encuentro de personas y culturas, pero puede devenir en invasión”, ha dicho Pedro Bravo, periodista especializado y autor del libro Exceso de equipaje.

La belleza no es fugaz: no se desplegará en el tour rápido por una capital europea ni tampoco en la visita exprés a un inmenso museo de arte renacentista. Solo cuando se demora, en la fosforescencia que da la quietud, es que lo verdadero puede revelarse.

Escrito por

Cristóbal Bley es periodista y escribe sobre temas de la vida cotidiana: comer, dormir, caminar, reproducirnos. Un repaso por los sencillos actos que nos hacen humanos, pero que en poco tiempo hemos logrado deshumanizar.

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