Justo antes de la pandemia, tuve la oportunidad de ir junto a una amiga al concierto de Joe Vasconcellos por los 20 años de su álbum Vivo, un disco emblemático de finales del siglo XX en Chile. La moda musical de esa época se movía entre los sonidos oscuros del britpop y las fusiones latinoamericanas.
El Vivo es espectacular y Vasconcellos logró interpretarlo de manera virtuosa. A pesar de que la puesta en escena adolecía de una teatralidad un poco ingenua y en reiteradas ocasiones de mal gusto -sobre todo con Hijo del sol luminoso, su canción más icónica y en la cual recurrieron a recursos performáticos indescriptibles-, la calidad de las letras y la habilidad de los músicos lo compensó y en su conjunto reafirmó la belleza de vivir en América Latina.
Al buscar un título para la exposición que curé y que actualmente se encuentra en exhibición en el museo MAVI UC, primero pensé en que se trata de una colección exclusivamente de artistas chilenos, cuando mi interés es el continente y sus historias transnacionales. Buscando alejarme de la idea de un “concierto internacional” (una perspectiva irónica), recordé el título de una de las litografías de Roberto Matta: Utopiens au soleil (Utopianos al sol). Para ser sincero, pensé en Matta, pero también en Joe. Me fascina esa obsesión astrológica por el sol como una iconografía perfecta para representar lo latinoamericano. Esa idea de un enorme ascendente no astrológico, sino más bien político y estético.
Sin embargo, esta no es una exposición sobre el sol, sino lo que está bajo su abrigo. Es sobre América Latina, un continente que le ha dedicado varias obras al astro, así como a la reflexión sobre su lugar en el mundo y su participación en debates internacionales, a pesar de su distancia geográfica.
Asimismo, la exposición hace énfasis en la naturaleza ideal de las representaciones y las utopías, marcos estéticos característicos de una cultura compartida, que se encuentra en una constante lucha por grados de independencia. El desafío estuvo, justamente, en reflexionar por medio de un conjunto de obras de artistas nacionales una inmensidad continental común.
Por una parte, aparece la excepcionalidad del arte y la cultura chilena, que a menudo es percibida como una anomalía en América Latina. Esta excepcionalidad no es un fenómeno nuevo ni exclusivo de Chile. Países como Japón, en Asia, y Portugal, en Europa, también han enfatizado su singularidad cultural. En Chile, este enfoque revivió con el giro postmoderno que promovió el particularismo subjetivo y el enfoque ahistórico. Por el contrario, antes muchos artistas y escritores nacionales se identificaban sólo con una identidad continental, llegando incluso a participar activamente en la política mundial y en la diplomacia cultural de América Latina durante el siglo XX.
La idea de la excepcionalidad también proviene del agresivo intento de la Escena de Avanzada por refundar el arte nacional, que tuvo nuevos -o diferentes- deseos de integrar el arte con la vida al margen de las instituciones de validación artística, como los museos o las galerías, con esa ingenuidad sosa que sólo da la altanería de clase. Este mismo grupo rechazaba la pretensión de una identidad latinoamericana construida a partir del relato revolucionario y antiimperialista inmediatamente precedente, optando por la “identidad carencial” y dejando de lado un trabajo histórico que levante evidencias y estructure un relato sobre el lugar de nuestro continente, tanto en la construcción de Occidente como de una modernidad emancipadora. Ese momento puso en marcha un progresivo alejamiento del arte chileno respecto a una identidad latinoamericana, apostando por una supuesta excepcionalidad “neovanguardista” que poco tenía de vanguardista y mucho de deshistoricista.
Otro tema interesante es la presión hacia el esencialismo cultural. Porque existe una tendencia a enfocarse exclusivamente en aspectos culturales específicos, reforzando ciertos rasgos homogeneizantes.
Pensamos en obras que han abordado los problemas geopolíticos que conciernen a nuestro país y a América Latina. Una selección que surgió de la necesidad de abordar no solo la posición de Chile y sus artistas en el medio artístico internacional en un momento de emergencia de este tipo de exposiciones, sino también las dinámicas políticas, domésticas y transnacionales que influyen en el campo.
A pesar de estos cambios, la identidad latinoamericana sigue siendo el vínculo supranacional más fuerte para la población chilena. Naturalmente, la construcción de este concepto proviene de esfuerzos independentistas. El jurista e historiador uruguayo Arturo Ardao lo aclara en su ensayo Nuestra América Latina (1986):
“(…) América Latina, o Latinoamérica –como nombre de un continente más que de un subcontinente– es el único, entre todos, que lo tiene en un sentido específico: en tanto que invocación, o apelación a un modo de cultura; a aquel modo de cultura, por otra parte, resulta ser el más arraigado y orgánico de la universalista tradición europeo- occidental. El hecho, por sí solo, sería irrelevante, o de relevancia escasa, si no fuera que ese nombre es también el único, en todo el planeta, de un continente que se lo haya dado a sí mismo, al cabo de una búsqueda afanosa, y por instantes angustiosa, de su identidad”.
Dicho nombre no tendría una popularización hasta finales de la década de 1960. El concepto de “América Latina” se asienta en la retórica política y cultural del continente y Europa, de la mano de la construcción de un bloque de solidaridad internacional conocido como el tercermundismo; un grupo de regiones que intentaron desacoplarse a los dos hegemones de la Guerra Fría y, además, el surgimiento del Boom latinoamericano, un fenómeno literario trasnacional que puso a nuestra región en el mapa. Ahora bien, para llegar a ese punto hubo un tránsito sumamente interesante, donde los ideales se enfrentaban fuera de los territorios nacionales y donde el nombre en sí era un territorio de disputa.
Durante el XIX, aunque América seguía siendo un misterio -un misterio explotado astutamente por las potencias imperiales-, existía desde la época colonial un fuerte sentido continentalista. Este sentimiento perduró más allá de la independencia, coexistiendo con el nacimiento de nacionalismos locales tras alcanzar la autodeterminación política.
Grínor Rojo, en “Notas sobre los nombres de América” (2008), recupera una carta de Simón Bolívar a un tal Patricio Campbell del 5 de agosto de 1829. Bolívar preveía lo que hoy es evidente: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad”. Andrés Bello jugó un rol fundamental en mantener la confraternidad, defendiendo la unidad cultural tras el fracaso del proyecto bolivariano, tanto en sus instituciones como en sus escritos. Francisco Bilbao, antes de José Martí, ya utilizaba el término “Nuestra América” en 1856 y José María Torres Caicedo popularizó el concepto de América Latina en París con su discurso “América Latina, Patria Grande” de 1886.
José Martí, retomando el concepto de Bilbao, por coincidencia o sabiduría, opuso en su ensayo “Nuestra América” (1891) a los pueblos latinoamericanos frente a la política del big stick estadounidense y su panamericanismo. Tras ello, emerge la vulgata latina apoyada por las restauraciones monárquicas francesas, promoviendo la idea de una “raza” común vinculada al Imperio Francés. Autores latinoamericanos como José Enrique Rodó y Rubén Darío hicieron eco de dichas tesis, forjando un primer “latinoamericanismo” culturalista y racialista.
Figuras como Víctor Raúl Haya de la Torre, José Carlos Mariátegui, Gabriela Mistral o Mariano Picón Salas dieron origen a una mezcla de nacionalismo y regionalismo que transforma el antiimperialismo, asignándole un nuevo significado a la identidad “latina” de esta América. Haya de la Torre y Mariátegui también son reconocidos por acuñar el término “Indoamérica”, el primer momento de reconocimiento explícito a la importancia de todos los pueblos-nación del continente.
América Latina mantuvo su sesgo antiimperialista, pero después de la Segunda Guerra Mundial y el arribo de las tesis desarrollistas, según Ardao, el latinoamericanismo se alejó de su enfoque culturalista y se consolidó del todo como corriente ideológica, lo que vuelve el concepto en un símbolo de lucha contra la dependencia y por la liberación de los pueblos. Muchos artistas se involucraron en esta causa, impulsados por la mejor tradición de la diplomacia cultural y una conciencia del impacto comunicativo del arte. El Guernica de Picasso es posiblemente el mejor ejemplo durante el siglo XX de esto, influyendo en los artistas de esta exhibición.
Destaca su heterogeneidad y diversidad social, étnica y cultural. Resalta a artistas comprometidos con visiones humanistas, más allá de las metrópolis, quienes apuestan por una globalización benigna.
En un contexto de resurgimiento de conflictos globales armados, la exposición critica el imperialismo de los centros metropolitanos hacia las periferias, subrayando los saqueos resultantes, en un tono crítico pero esperanzador. Puesto que toda utopía compromete un horizonte emancipatorio en América Latina, nuestra identidad moderna -la política y la cultural-, se define desde ese anhelo de independencia.
Referencias bibliográficas
· Altamirano, Carlos. La invención de Nuestra América. Obsesiones, narrativas y debates sobre la identidad de América Latina. Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2021.
· Ardao, Arturo, “Panamericanismo y latinoamericanismo”. EN: Batthyány, Karina; Caetano, Gerardo (coords.). Antología del pensamiento crítico uruguayo contemporáneo. Buenos Aires: CLACSO, 2018.
· Ardao, Arturo. Nuestra América Latina. Montevideo: Ediciones de la banda oriental: 1986.
· Richard, Nelly (ed.). Márgenes e instituciones. Arte en Chile desde 1973. Santiago, Metales Pesados, 2014.
· Rojo, Grínor. “Notas sobre los nombres de América”. Las armas de las letras. Santiago, LOM, 2008.