En 2022, el espíritu de Monseñor Félix Cabrera en Providencia, una pequeña calle sin salida en el centro de la ciudad, cambió por completo. El responsable de llenar de vida este espacio es Manuel Balmaceda, un joven chef que con su restaurante Cora Bistró está tratando de reinterpretar la cocina chilena a partir de un menú caracterizado por el uso de productos estacionales y orgánicos. Pero, ¿cómo comenzó el proyecto de este creativo?
Por Trinidad Rojas
Quienes han visto series como The Bear o documentales como Chef ‘s Table intuyen que si hay algo que define a la cocina, es su intensidad. Un ritmo marcado por el calor, el sudor y la adrenalina que genera la entrega de cualquier servicio que busca ser de calidad y que debe ser entregado en poco tiempo. Sin embargo, ese estado -casi febril-, no solo se desarrolla cuando la cocina está en pleno funcionamiento, sino también en otros momentos del día, aparentemente más tranquilos.
Al chef Manuel Balmaceda (33) se le ve así: atendiendo y resolviendo múltiples tareas de manera simultánea; cinco horas antes de recibir a los comensales de Cora Bistró, el restaurante que abrió en 2022 junto a su socio, Juan Esteban Merello. Mientras observa y anota los productos que van llegando, Manuel escucha y resuelve las dudas de su equipo, conversa con los vecinos y transeúntes de la calle Monseñor Félix Cabrera, en Providencia, donde se ubica el local; y revisa la lista de ingredientes que se necesitan para los platos de la jornada. Nada de lo que pasa a su alrededor escapa de su mirada.
Y es que este chef -luego de pasar por diversas propuestas culinarias de estilo boutique y restaurantes internacionales de alta cocina, como el del hotel Le K2 Altitude, en Francia; donde participó en el proyecto de apertura de cocina peruana del lugar-, ha entendido que, para lograr el éxito, es necesario involucrarse en cada detalle, tanto dentro como fuera de la cocina. Por eso, recuerda que cuando su socio le propuso abrir Cora Bistró no lo dudó dos veces, y fue él mismo quien estuvo a cargo de llevar adelante el proceso de rediseño del espacio: cambiar muros, modificar baños, buscar mesas y sillas, pensar en las luces. “A este restorán lo parimos”, dice riendo.
Así, a pura prueba y error, Manuel Balmaceda ha construido el menú de Cora Bistró; una carta variada que cambia a partir de la estacionalidad y la disponibilidad de productos orgánicos de proveedores que están en contacto directo con lo que ofrece la tierra en cada temporada. “En mi proceso de creación, voy probando con nuevos productos, especialmente cuando voy a la Vega Central, que es un espacio que me inspira. Pero es aquí, en la cocina, donde experimento más: me meto una cucharada en la boca y sé lo que va a funcionar y lo que no. De repente, uno arma las cosas sin querer, mezclando un ingrediente de aquí y uno de allá”, dice y confiesa que, aunque diseñar un plato de calidad le puede tomar un día, hay otros que quizás no termine nunca de mejorar.
El éxito de Cora Bistró ha sido tal, que no solo fue elegido como Mejor Apertura en 2022 y Manuel como Chef Revelación durante ese mismo año, sino que también ha sido valorado por los clientes y vecinos del sector, especialmente, por los eventos que buscan sacar la ‘nueva cocina chilena’ a la calle.
Su intención por explorar este concepto surgió -al menos, en términos profesionales- después de su trabajo en Casa Esmeralda, un restaurante de autor ubicado en una casona patrimonial cerca del Museo de Bellas Artes, donde se buscaba reinterpretar la cocina chilena patrimonial.
¿Cuándo comenzó tu interés por la cocina?
De chico… Era goloso y bueno para picar. Me gustaba comer. Nosotros, con mis tres hermanos, vivíamos en la casa de mi abuela y ahí llegaban todos mis primos y tíos para las Navidades o fechas importantes. A mí, me gustaba participar poniendo la mesa o ayudando en la cocina. Esa fue mi puerta de entrada. Recuerdo que, en ese tiempo, juntaba las páginas gastronómicas de la revista Paula y con ese material hacía recetas. A los 13 años, aprendí a hacer la torta clásica de mi abuela y después se la vendí a mi vecina para su cumpleaños. Eso me quedó gustando, así que después me puse a hacer berlines y helados con leche evaporada. Siempre supe lo que quería hacer.
¿Y cómo pasaste de lo más experimental a lo profesional?
No estudié para la PSU, porque sabía que tenía que entrar a algo relacionado con cocina, y me decidí por Administración Gastronómica en INACAP. También pensé en Agronomía por el vínculo con la tierra y por mi interés por las plantas. Cuando entré, tenía nociones básicas: sabía agarrar un cuchillo o cortar una cebolla, pero tuve que enfrentarme a un mundo nuevo, porque la carrera era súper estructurada en comparación a cómo me había enfrentado previamente a la cocina. Me gustó la Escuela, se me pasó rápido.
Después de egresar te fuiste a Perú a hacer un diplomado en Le Cordon Bleu de Lima. ¿Por qué tomaste esa decisión?
Me encanta la música y la comida peruana, así que siempre estuvo en mis planes radicarme allá por una temporada. Y me fui con pura fe; con cien lucas en el bolsillo y el contacto de una persona a la que le pedí alojamiento por unos días, mientras me instalaba. Pero no me las arreglé para nada. Llegué y me enfermé el primer día, me dio un resfrío brígido y, entretanto, me robaron la mochila en la playa. Me quedé sin nada. Mi intención era buscar una pasantía, pero rápidamente toqué fondo. Por suerte, después de un tiempo, logré una oportunidad en un lugar que -en ese momento- era la mejor barra de Lima: Rodrigo. La cabeza de la cocina era un chef peruano que venía de trabajar una temporada en Europa, que había estado en el Ritz de París y en Celler de Can Roca, y que ahora buscaba abrir un espacio dedicado a la cocina fusión, mezclando gastronomía española-peruana. Estuve pobre, pero feliz.
La búsqueda por la alta cocina, ¿siempre fue intencional?
Sí, me gustan las cosas bien hechas. Me interesa el proceso, las técnicas, saber lo que pasa, la creatividad. En mi familia son todos artistas, y crecer rodeado de esa energía te lleva siempre a querer buscarla.
En 2018 te fuiste a Francia, primero a un hotel 5 estrellas cerca de Cannes y luego a trabajar con el chef de dos estrellas Michelin, Gatien Demczyna, ¿Cómo llegaste hasta allá?
Tenía la idea de irme a Francia porque son los padres de la cocina occidental. Mis libros y todos mis maestros eran puros viejos franceses. Después de estar una temporada en el sur, busqué en TripAdvisor “restaurantes Michelin” y me apareció un hotel y centro de esquí en Los Alpes que era lo más top que había, y que tenía este reconocimiento. No me respondieron en dos meses hasta que un día me llamó el chef diciendo que los dueños del hotel habían viajado a Perú, que habían quedado locos por la gastronomía y que les interesaba abrir un restaurante peruano. Ellos habían visto que yo había estado trabajando allá, así que cumplía con el perfil. Hicimos unas fotos para la prensa y en invierno fui a armar Le K2 Altitude, con él.
Eso no existía.
No, me tocó parar el restorán. Fueron como tres meses, que se me hicieron dos años por la intensidad: trabajaba de lunes a sábado, a 2.000 metros de altura, con -15 grados. Te parabas a fumar dos puchos, tomar tres cafés y sería… Era un ritmo constante e intenso. Yo tenía el puesto de sous-chef junior, que me permitió aprender, juntar plata y poder viajar por Europa después.
¿Qué aprendiste ahí?
Pude observar el estándar mundial y aprender qué tan lejos podemos llegar en la cocina. Yo quería conocer cuáles eran los criterios. De esa experiencia rescaté el profesionalismo, la disciplina, el objetivo común y el afinamiento de los protocolos.
¿Cómo se vive la industria de la alta gastronomía en los países en los que trabajaste? ¿Y cómo se compara con Chile?
En Perú -al igual que en Chile-, se trabajan muchas horas. Recuerdo que cuando me ofrecieron contrato dije que no, porque era poca plata. Acá esa realidad no es tan distinta. Pero ellos tienen un respaldo que nosotros no, y es el cómo los percibe el mundo y lo que pueden dar. Su patrimonio gastronómico es altísimo, entonces dentro del circuito de la alta cocina, algunos se sacan la mierda y trabajan gratis en restoranes peruanos para después exportar esa experiencia abriendo un local en Dubai al que le va increíble.
En Francia es distinto: la industria está mejor, porque el oficio es bien visto. Las condiciones laborales son mejores. Allá no trabajas más de 8 horas diarias, tienes tus dos días libres y hay buena seguridad social. Se puede vivir bien. En Chile hay que reestructurar, reinventar y cambiar la forma de la industria para que empiece a funcionar bien, porque si no, todos nos vamos a estar pisando la cola de manera constante. Entre que no se renta mucho, todos estamos medios al límite… Santiago está cada día más caro y se hace difícil la operación.
Dentro de las condiciones laborales se hace imposible no pensar en el buen ambiente entre los equipos. Por lo que se ve desde afuera, la cocina puede llegar a ser un oficio muy estresante. ¿Cómo equilibras ese tema?
El equipo no tiene por qué estresarse tanto, porque como chef mi deber es entregarles las condiciones y directrices para que la cocina funcione bien. Si tienes un buen equipo, puedes delegar con confianza y no echarte tanta carga encima. A mí me interesa pasarlo bien y tener vida, y que este trabajo no sea tan absorbente. El cómo pasan las cosas -la forma- es tan relevante como el qué pasa. Aquí somos un equipo de ocho personas y para mantener ese espíritu ponemos música, comemos comida rica y nos tratamos bien.
Cora Bistró abrió en 2022 y rápidamente ganó popularidad en una industria cada vez más creciente en Chile. ¿Qué crees que explica su éxito?
Creo que, principalmente, eso se debe a que se trata de una propuesta nueva. Nosotros trabajamos sabores conocidos, pero desde una mirada actual. Además, trabajamos con varios vinos de pequeños productores, y eso tiene un público. El boca a boca ha sido súper importante. Antes de abrir Cora, yo no era un chef conocido, pero había trabajado en algunos ambientes que nos permitieron tener referencias positivas. Como equipo siempre hemos tratado de hacer las cosas bien. Eso es un factor de éxito.
El menú de Cora cambia constantemente. ¿Cómo diseñaron la carta?
Es una carta que tiene fundamentos en la temporalidad. Nos basamos en la estacionalidad de los productos para hacer los menús, y eso conlleva a que elijamos trabajar con productores más pequeños: huertos orgánicos, agricultura regenerativa, pesca responsable. Traemos buenos productos que, a través de nuestras recetas, buscamos poner en valor. Es la temporada de los ingredientes sumado a la creatividad y el entusiasmo por el despertar de la nueva cocina chilena.
Ese trabajo con productores es virtuoso en términos de industria, porque al trabajar con ellos no solo obtienen productos frescos y de temporada, sino que también van contribuyendo al desarrollo de las economías locales.
Sí, funciona como una alianza. Ellos nos dan la calidad y la materia prima, y nosotros les hacemos circular su mercadería, los nombramos y los reconocemos en un marco de excelencia: cocinamos y tratamos bien sus productos, los sacamos a relucir y contamos de dónde vienen. Elegir este camino habla de una forma de hacer las cosas que contribuye a una economía que es mucho más sustentable.
¿Cuál es el público de Cora Bistró?
Es bastante bohemio. Hay de todo, pero en general son personas cercanas al mundo de la cultura y las artes. Se nota la diferencia respecto a lo que podría verse en un restorán de otro sector, donde la gente es más gritona. Acá es más íntimo, porque estamos en medio de todo, pero a la vez en medio de nada. Creo que lo más relevante es que son personas curiosas, que buscan probar cosas nuevas.
Han desarrollado eventos donde sacan la cocina a la calle. ¿Qué buscan con estas iniciativas?
Para el aniversario del local hicimos nuestra primera salida a la calle y nos dimos cuenta de que este tipo de eventos podían funcionar. A eso se sumó que justo nos vimos apretados en términos financieros: se nos cruzaron unos números y teníamos facturas atrasadas, así que necesitábamos generar plata. De ahí quedó que, al menos un sábado al mes, invitamos a un chef, a un artista y a un dj o cantante a presentarse, mientras nosotros preparamos cinco a seis platos con una pequeña temática. Es más de pie, más carrete… Las personas se vienen a encontrar.
Tal como ustedes invitan gente, tú estás de manera permanente participando en otras instancias colaborativas, como menús de degustación u otros. ¿Qué valor crees que tiene la colaboración en la gastronomía?
En esta industria siempre ha existido esa colaboración, pero creo que ahora se está dando más. En Chile nos caracterizamos por estar atrasados en eso. Tú vas a un boliche en Argentina y están todos los chefs ahí: hay un círculo, un fiato más profundo en el rubro, que no tiene que ver con el amiguismo. Al final, nosotros trabajamos con los horarios cambiados, estamos todos enfrentados a los mismos problemas, entonces está bueno que exista apoyo.
¿Cómo incentivas la creatividad en el equipo y en ti mismo?
La creatividad es un proceso que va y viene, pero lo que más me resulta es pensar que si bien no estoy inventando la rueda, sí le estoy cambiando los surcos al forro. Es decir, estoy trayendo platos que he hecho antes, pero les doy una vuelta, los voy puliendo. O si aparece algún ingrediente que me llamó la atención, trato de incorporarlo. Para mí, la inspiración se relaciona con las temporadas y los productos.
¿Qué consejo le darías a alguien que tiene una idea para convertirla en un proyecto exitoso?
Identificar bien tus fortalezas, detectando qué es lo que hace que tu idea sea auténtica y diferente. Es clave construir desde ahí, siendo honesto y poniéndote en el lugar del consumidor. Porque, ¿por qué voy a ir a un restorán y no al de al lado? El concepto detrás tiene que olerse. El negocio es el negocio, pero la idea es el centro de todo.