Cuando estaba en el colegio era una fiel seguidora del “Encantador de Perros”, un programa producido por National Geographic y realizado por el adiestrador canino, César Millán. Siempre mi sueño había sido poder ayudar a los seres vivos que, sin hablar, nos acompañaban y nos decían cosas mediante lenguaje no verbal. Creía que era necesario aprender a entenderlos, para ayudarlos en caso de molestias y dolores. Sin embargo, al ver ese programa, sabía que algo no estaba bien. No me parecía el uso de castigo y los gritos, ni tampoco la aplicación de la fuerza. Si los humanos no nos tratamos de esa manera, ¿por qué hacerlo con los perros?
Así me di cuenta de que quería investigar aún más y decidí, aún en el colegio, dedicarme a los animales. Entré a Medicina Veterinaria en la Universidad Iberoamericana de Ciencias y Tecnología (Unicit) y ahí empecé a especializarme en cursos de comportamiento. En ese momento, nadie entendía por qué los hacía y con justa razón: en 2006 no existían accesorios para mascotas (como alfombras olfativas o correas largas), comidas especiales (como la Barf) o hoteles caninos/felinos. En el fondo, no existía el nicho que existe actualmente, ni tampoco el interés de las personas por entender mejor a sus mascotas.
Eso comenzó a cambiar desde 2011. Fue ahí cuando la etología clínica llegó para quedarse, tomando fuerza y desmitificando el trabajo que hacían los denominados “psicólogos caninos”. Dichos profesionales prometían cambios de conducta en menos de 6 horas y le vendían a la gente ‘packs’ con la promesa de una educación express poco sostenible en el tiempo. Era como tratar de “arreglar” al perro, como si se tratara de un electrodoméstico y no de un ser único, con sus propios tiempos.
Entendiendo que la salud mental de las mascotas no pasaba solo por lograr que los perros dejaran de tirar la correa o que los gatos no arañaran los muebles, la gente empezó a solicitar más y mejores servicios. Porque se trataba del bienestar de los regalones del hogar.
Con esto, se fueron desmitificando tantas creencias. Una de ellas es la que decía que el líder de la manada tenía que dominar al perro a base de castigos para que le tuviera respeto. Ahora se habla de un tutor de mascotas, que es una educación basada en las neurociencias, y que permite entender al perro como un ser sintiente que no necesita un líder, sino un compañero. Además, la gente empezó a leer libros como “Al Otro Extremo de la Correa”, escrito por la académica de Zoología en la Universidad de Wisconsin-Madison, Patricia McConnell, que trata sobre el comportamiento de los perros ante diferentes situaciones y que busca educar a los tutores en su lenguaje corporal, sus miradas o su forma de comprender el entorno.
Con esta nueva mentalidad, las personas empezaron a comprender que “Hachiko” -el perro Akita, recordado por esperar a su amo en una estación de trenes por 9 años después de su muerte- era más que una mascota para su tutor: era su amigo y parte de su familia. Y luego del estallido social y la pandemia, esa sensación se reafirmó aún más. Con la llegada de nuevos perros y gatos a los hogares, la gente se dio cuenta de lo relevante que es entenderlos, más allá de las conductas normalizadas a principios de los 2000, como por ejemplo usar collar de ahorque y no tener juguetes apropiados.
Algunos tutores, en oportunidades, me han dicho “eres como Eliza Thornberrys”, la protagonista de la serie Los Thornberrys, una niña de 12 años, hija de un zoólogo; que tenía la habilidad de comunicarse con los animales. A veces me siento así (y es un halago, por cierto). Porque eso es lo que hacemos, día a día, los etólogos: investigar y analizar las conductas de perros y gatos, tanto desde lo médico, como lo conductual. Contar con este apoyo, si un perro tira de la correa o si un gato no ocupa de su rascador, puede ser fundamental. Y creo que ese es solo el comienzo para cuidar los animales y pensar en su bienestar.