Comúnmente somos los padres o figuras de apego, quienes estamos enseñando día a día a nuestros hijos. Cuando son pequeños, les enseñamos a dormirse, a lavarse los dientes, a comer, a hablar. Más adelante, lo hacemos con las normas sociales y valores más abstractos como la solidaridad, la gratitud y la honestidad.
Tenemos la responsabilidad de ser modelos a seguir.
Como mamá de tres niñas chicas, muchas veces siento que estoy todo el día criando: cuando estamos en la casa, buscando que sean hermanables entre ellas; cuando salimos a un restaurant, recordándoles que pidan las cosas por favor; cuando nos juntamos con amigos, instándolas a que compartan y no peleen con otros niños y, si pasa, que pidan perdón, etc.
Muchas veces no nos damos cuenta de todo lo que ellos nos enseñan a nosotros. Si estamos abiertos, ellas y ellos pueden ser los mejores maestros. El problema es que por las responsabilidades y las demandas diarias, no nos damos el tiempo suficiente para valorar esto. En ocasiones, podemos no ser conscientes. Y en algunos casos existe la creencia arraigada de que a los niños les falta experiencia y conocimiento y por ende se los minimiza.
Lo cierto es que los hijos nos enseñan a ser flexibles y adaptarnos a las circunstancias cambiantes. Cada etapa de su crecimiento presenta nuevos desafíos y aprendizajes, lo que nos obliga a ajustar nuestras estrategias y enfoques como padres. Aprendemos a ser más abiertos al cambio y a encontrar soluciones creativas a medida que enfrentamos las dificultades y los obstáculos juntos.
Nos recuerdan la importancia de la alegría y de vivir el presente. Como adultos, muchas veces vivimos en la nostalgia del pasado o con ansiedad respecto al futuro. Los niños disfrutan con las cosas más simples y pequeñas y aprovechan el momento, sin pensar tanto en lo que fue o lo que vendrá.
Nos ayudan a aceptarnos y querernos a nosotros mismos. Sin juzgar. Ellos nos aman como padres o cuidadores, sin importar nuestros defectos. Como adultos, muchas veces nos exigimos, tratando de buscar la perfección y se nos olvida ser más compasivos con nosotros mismos.
Nos hacen salir de la zona de confort. Los niños desde que son muy pequeños tienen una curiosidad innata y ganas de explorar el mundo que les rodea. Ser parte de ese proceso de aprendizaje y descubrimiento, nos permite ver resultados diferentes que tal vez son los que nos gustaría obtener.
Nos desafían a desarrollar la paciencia y tolerancia: nos ponen a prueba con estas habilidades día a día. Debemos tratar de manejar estas situaciones con calma y empatía. Ésta, a mi parecer, es una de las más difíciles, porque debemos manejar nuestras propias emociones para poder ayudarlos. Y eso, no es fácil.
Nos hacen encontrarnos con nuestras propias emociones y patrones. Ellas y ellos son sinceros y expresan abiertamente sus emociones. Al interactuar con ellos y ayudarles a comprender y gestionar esas emociones, podemos aprender más sobre nuestras propias fortalezas y áreas de crecimiento en términos de inteligencia emocional.
Nos permiten enfocarnos en lo que realmente importa y a dejar de lado las cosas triviales. Al criarlos, tomamos decisiones sobre qué valores queremos inculcarles y qué prioridades queremos establecer en sus vidas. Así, nos enseñan a valorar las relaciones y a invertir tiempo y energía en lo que es verdaderamente significativo.
Debemos darnos la oportunidad para conectar con ellos y así construir una relación duradera en el tiempo. Dejemos de corregirlos siempre, en todo momento y en todo lugar. Así nos cansaremos menos y nuestros hijos también estarán más tranquilos. Busquemos momentos en que podamos simplemente estar y disfrutar.
Enseñémosles, pero también dejemos que ellos nos enseñen.