Una noche, hace no más de tres años, una amiga y autora me dijo que a veces, los que nos dedicamos a la escritura, vivimos situaciones –a ratos extremas o incomprensibles– solo para poder narrarlas después.
Se trata, como fuimos dilucidando, de un pacto implícito, o una pulsión que se asoma, que nos llama a vivir situaciones solo para tener un repertorio amplio y poder recurrir a ello cuando sea necesario. No es un sin criterio –fuimos claras al establecer eso–, tampoco se trata de ser temerarias o alocadas, porque no lo somos. Solo unas ganas innegables de decir: ‘lo hice, lo exploré y ahora lo puedo escribir’. O en otras palabras, un ‘que no te lo cuenten’.
Todo esto, por supuesto, nos sonaba de lo más atinado en ese momento, en plena efervescencia del carrete y con tragos de por medio, y entre las dos nos fuimos entusiasmando con esa teoría.
Recuerdo que la desarrollamos, la pulimos y nos reforzamos mutuamente con ejemplos concretos. Yo había vivido una situación afectiva que no tenía mucho sentido y que no se ajustaba a mi línea editorial. Quizás la había extendido más de la cuenta para ver hasta qué punto la podía sostener y cuáles eran mis límites, pero de verdad no tenía otra explicación más que el querer vivir esa situación para decir que la viví, y así mismo me lo corroboró ella cuando se la comenté.
Ella, por su lado, hacía meses que se había involucrado en una situación totalmente confusa, engorrosa y desgastante que no tenía cómo justificar. Nos hacía todo el sentido del mundo que lo había hecho solo para tener algo que trazar en su próximo borrador.
No sé si al día siguiente despertamos pensando lo mismo. Pero algo de eso quedó.
A veces busco, escucho, conecto y vivo situaciones para después poder investigar, entrevistar o escribir con más bagaje. Para que lo que salga plasmado en el papel o en el documento Word esté mayormente nutrido de experiencia personal. Y eso que no escribo mucho de mí, ni de mis procesos, más bien escribo de los procesos de los demás. Pero bien sabemos -como lo puede constatar cualquier periodista o autor-, que finalmente ese hilado de ideas, suposiciones y palabras siempre es personal, sea por lo que propone, por la búsqueda que implicó, la postura, la intención o incluso el tono.
Somos nosotras y nosotros, los que estamos detrás de ese texto, los que decidimos escribir de eso; los que tuvimos una intriga, una inquietud, una conversación con una amiga y una reflexión posterior. Y no pudimos no desarrollarla. Tuvimos que sacarla en limpio, en algunos casos indagar con especialistas, en otros casos seguir profundizando en el reporteo. Pero en ese proceso hay muchas vueltas, cabeceos, contradicciones y dudas. Para algunos, incluso, existe una lucha interna profunda. Entre lo que genuinamente se hace por el resto –al querer ser un puente entre los desposeídos y los que los excluyen– y lo que se hace por una misma. O entre esa necesidad de conectar, de ser un vehículo por el cual las historias salen a la luz, y la innegable necesidad de retraerse, encerrarse y vivir el proceso en suma soledad.
Un proceso, por lo demás, que es muy personal y complejo de explicar. A veces estructurar y redactar un texto toma horas, días, meses. A veces ese primer párrafo, que es el que te dicen desde el día uno que tiene que atraer –y por lo mismo algunos nos obsesionamos y queremos que sea una introducción visual, cinematográfica y narrativa a toda costa–, se escribe 20 veces.
A ratos, en cambio, basta con ver alguna referencia, tomarse un café, respirar, moverse un poco y simplemente ponerse a escribir. A veces fluye y a veces es tan tortuoso que nos hace cuestionar hasta lo más ínfimo. Es una relación de amor y odio de la que mucho se habla, pero que suena mejor cuando lo dice alguien como Fran Lebowitz, quien en su serie de Netflix plantea que “nadie que se dedique a la escritura puede decir que le gusta realmente lo que hace”.
Yo antes también la pensaba así. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que es muy distinto cuando lo digo yo, ya que suena a capricho adolescente. Preferiría, de hecho, tenerle menos odio al oficio y aprender a disfrutarlo más. Preferiría no romantizar el sufrimiento. No todos los textos merecen una comida excesiva de uñas y no todos los que ejercemos este oficio vamos a ser premios Nobel. Más aún, no todos los textos tienen que ser nuestra obra maestra. Y esa es una declaración que creo que a toda persona mínimamente creativa le cuesta mucho asimilar.
Tampoco tenemos que tenerle tanto cariño a lo que escribimos. A veces hay que sacarlo rápido, sin darle muchas vueltas, y tampoco importa tanto lo que queda plasmado. O es más importante decir algo, por el solo hecho de decirlo, que el cómo lo decimos. Si igual el impacto de esas palabras no va a durar más de 10 minutos. Después van a salir otras más condensadas, nuevas, llamativas. Algunos serán muy buenos textos. Otros serán textos piola. Otros repercutirán mucho y generarán debate en un pequeño público, que sigue siendo fiel a la lectura. Esos, los que generan identificación, son los que más me gustan. Pero no pasa nada si no son nada de eso.
Con el tiempo he aprendido a equilibrar ese conflicto, aunque mentiría si digo que lo tengo resuelto, superado, y que no me sufro (aún) cada uno de los artículos que escribo. Porque aunque diga que hay que restarle importancia al resultado, en la práctica, el cabeceo excesivo siempre está presente. El balance o la armonía llega por otros lados; me digo a mi misma que no me tengo que dar tanta importancia, que quién soy yo para creer que lo que escribo o publico va a generar un cambio, aunque esa haya sido la razón por la que quise estudiar periodismo. ¿Fue esa? Ya ni me acuerdo. Quizás solo quería contar historias. Abrir conversaciones, a ratos incómodas, pero necesarias. O una mezcla de todas las anteriores. Así le bajo un poco a la ansiedad.
Últimamente, me he atrevido a cambiar de formato y de estilo. He mejorado la famosa pluma (lo que todo escritor o escritor frustrado quiere lograr) y me he integrado en mis propios textos, cosa que antes me preocupaba –ingenuamente– de no hacer. Y todo eso tiene un valor. Mucho valor. Lo digo porque es bueno reconocerlo, para mí y para todos los que nos dedicamos a las letras, a la investigación, al periodismo, a la escritura y a contar historias. Para todas y todos los que alguna vez han volcado sus pensamientos, emociones o saberes al papel o al computador. En un artículo, en un texto corto, en una nota del celular, en un libro o en un fanzine. Y en ese reconocimiento, es bueno no extraerse del proceso. Todo lo que hemos hecho es de los demás y es nuestro.
Porque esas historias solo están en la medida que hay un otro, pero nos las llevamos y las cargamos (en nuestras grabadoras, en nuestras mentes y en nuestro cuerpo) por mucho tiempo. A veces, al recibir las vivencias de los demás nos vemos afectados anímicamente. A ratos drenados de energía, confundidos, más conflictuados aún con el real propósito de nuestro quehacer. Porque hay una tensión que se genera entre un interés personal y un interés mayor. Y eso, aunque latente, siempre está. Pero hace rato entendí que no está en mí salvar a nadie –apenas me da para salvarme a mí misma–, que no me corresponde y que nadie lo está esperando tampoco.
El otro día le dije a un amigo que antes de hablar algo importante con alguien, lo escribo en un cuaderno o en una nota de celular. Dejo pasar unos días y lo vuelvo a leer. Si todavía me resuena, voy con todo. Si no, dejo la nota ahí, por una suerte de cariño hacia con ese momento, y sigo con mi día. A veces me pregunto qué pensaría la persona que encontrara mi celular. Seguramente, se llevaría una versión de mí muy errática y sin edición. Lo paradójico es que lo que publico pocas veces es así.
Es esa combinación, entre lo que está adentro y lo que sale hacia afuera, lo que para mí representa este oficio. Ese espacio en el que se hace evidente todo conflicto y tensión, personal y colectivo.