La literatura tiene la facultad de desbloquear imágenes, reminiscencias tan distantes que nos recuerdan que alguna vez fuimos muy pequeños.
Me sucedió con Llamada Perdida (Malpaso, 2015), en que Gabriela Wiener relata con una sensibilidad deliciosa —y también con honestidad brutal— la forma en que sobrelleva la crianza: “En la foto estamos las dos (mi papá no sale, pero estaba ahí al lado, libre, con pantalón campana y patillas) dándonos nuestras primeras dosis de amor ininterrumpido”. Me pareció una imagen conmovedora.
Los gestos de afecto desmesurado me desarman, en especial porque mientras crecí apenas se nos permitía llorar. Recuerdo que alguna vez escuché desde lejos: “Llora y te va a llegar más fuerte”. La voz pertenecía a un adulto que vivía en una casa vecina. Al poco tiempo, esa persona abandonó el hogar, pero olvidó llevarse a sus hijos, con quienes seguí compartiendo juegos. Nunca supe brindar un mensaje de consuelo. A cambio, decidí regalarles mis juguetes más valiosos, pequeñas figuritas de colección que, a medida que disminuían, trataban de compensar un vacío que no supe llenar con palabras. A veces la frialdad nos curte un poco la vida y nos quedamos en silencio, pero, como plantea Wiener, existen espacios en que somos capaces de cavar huecos profundos en la orilla de las cosas. No es necesario hablar para hundirnos en ellos.
Durante años Valeria Luiselli indagó en la realidad de niñeces migrantes quienes, indocumentados, cruzaron la frontera desde México hacia Estados Unidos. Los niños perdidos (Sexto Piso, 2016) es un ensayo en que Luiselli plasma algunos episodios de su trabajo como intérprete para niñas y niños que están a punto de ser deportados: “bocas chimuelas, labios partidos, palabras hiladas en narrativas confusas y complejas”. La burocracia se vale de un cuestionario macabro en que los entrevistados se juegan el futuro. De él la autora registra preguntas como: “¿Te ocurrió algo durante tu viaje a Estados Unidos que te asustara o lastimara?”. Las respuestas casi nunca contienen detalles explícitos sobre las experiencias. El lenguaje no es suficiente para expresar el espanto; sin embargo, las estadísticas documentan que todo lo que ocurre durante el proceso constituye un auténtico relato de terror.
Frente a la imposibilidad de brindar palabras reconfortantes que pudieran entorpecer el trámite, en el libro se describen algunas acciones redentoras: Las Patronas, por ejemplo, que arrojan botellas con agua y comida a quienes cruzan en ese peligroso tren que llaman La Bestia, una máquina originalmente diseñada para trasladar carga que hoy expulsa, mutila y amenaza a los viajeros, muy lejana a la comodidad que ofrecen otras locomotoras diseñadas para placenteras travesías. La labor de los Hermanos en el Camino, mencionados también en este libro, se ha transformado en otro aporte concreto importantísimo: brindar albergue y ayuda humanitaria para quienes deben abandonar su país. Hay quienes dejan alguna plegaria que rezan sin siquiera abrir los labios: “Partir es un poco morir/ Llegar nunca es definitivo”. Pero tan lejos de dar la falsa promesa de un tiempo mejor, en cambio, la escritora elabora este libro que trata de inventariar la mayor cantidad de casos posibles, con el fin de que tengan un lugar en las historias compartidas: “Porque no podemos permitir que se sigan normalizando el horror y la violencia”, señala.
Prueba de ello son las notas al margen que dejamos en las novelas a medida que avanzamos en una lectura, ¿a quién dirigimos estas inscripciones? Ni siquiera lo escrito es suficiente, aunque aspire a verse perpetuado en tinta: ¿De qué sirve escribirte / si desapareces / en la hoja/ en el cauce? / enuncia un poema de Daniela Catrileo. Con ello deja en evidencia esa gran deriva que implica sumergirse en el trabajo con el lenguaje.
En Paisajes (No habrá muerte. Aquí terminará el cuento), el libro debut de Macarena Araya Lira (Noctámbula, 2019), esto va mucho más allá. La historia de la narradora se localiza en distintas geografías: Uruguay, Ovalle, los suburbios, Valparaíso y otros espacios fundamentales, casi todos interceptados por las sesiones de quimioterapia en las que se encuentra su madre: “Mi mamá se empieza a apagar. Lo sé. Quiero detener el tiempo. Aquí estamos juntas viendo películas y regando flores. Ese será el final. No habrá muerte. Aquí termina el cuento”. Y, en efecto, así es. El resto del capítulo continúa con una serie de rayas paralelas que representan todo el dolor que no cabe en una página. Otra paradoja del lenguaje, esa que nos habla del silencio y la orfandad. Tal vez Pizarnik lo expresa mejor:
Porque el castellano tiene un catastro de aproximadamente 93 mil palabras que aún dejan tanto vacío. En este sentido el silencio es un abismo al que arrojarse para explorar un territorio extenso y virgen.