En Sudor, Alberto Fuguet describe un Santiago hedonista y desenfrenado vivido por una generación aspiracional, cosmopolita y exitista en 2013. Ese Santiago ya no existe: después de la pandemia, el consenso es que la vida nocturna pública de Santiago se ha ido apagando.
Un reciente artículo publicado por El País plantea que esto sería el resultado de una tormenta perfecta: el estallido social, la propia pandemia, los toques de queda, la inflación post pandemia y la crisis de seguridad.
Así, entre otras cosas, la cuenta del bar sale más cara que antes.
El tema me toma porque con los primeros desconfinamientos y los toques de queda pandémicos que adelantaron el cierre de locales a las nueve de la noche, me refugié en fuentes de soda cercanas que ya conocía de memoria, como Palo Alto en Providencia. Una apuesta sin riesgos, pero que en tiempos pre pandémicos alternaba con nuevos bares a los que llegaba de casualidad, curiosidad, recomendado, invitado o arrastrado por alguien más.
Sumado a ese cóctel, la inseguridad de locatarios, garzones y clientes junto al fin de los cuestionables turnos compartidos empujó a que los locales nocturnos cierren más temprano. Al mismo tiempo, me llama la atención que en São Paulo, Ciudad de México y Buenos Aires, ciudades con tasas delictivas históricamente superiores a la santiaguina, los locales nocturnos cierren mucho más tarde. ¿Cuál será la diferencia?
Conversando con amigas y amigos de distintas generaciones pero con intereses similares, me di cuenta de que se están volviendo asiduos a fuentes de soda y locales de comida china con barra (chinochela, como los definió una amiga): Costa Bright, Cantábrico y Monte Rosa en Santiago Centro. Foxy, Palo Alto, Bella China y Lu Yin en Providencia, junto a Nichola’s en Las Condes.
Partamos por lo fundamental: son baratos y contundentes. Todos ellos ofrecen cervezas de litro al precio de un schop, botellas de vino al precio de una piscola, porciones abundantes de papas fritas para tapar el hambre y combinados cargados al destilado para ponerse a tono rápidamente. ¿Qué más se puede pedir?
Segundo: como no han cambiado sus horarios, cierra más tarde que la mayoría de bares y restaurantes de los barrios nocturnos de Santiago. Palo Alto cierra a las una de la mañana los viernes, Costa Bright y Foxy a las tres y, en plena Alameda, Cantábrico a las cuatro. Además, como también sirven colaciones a la hora de almuerzo, la mesa está puesta desde temprano.
Tercero: el péndulo de la historia nunca deja de ondular. La estética de la frugalidad y la nostalgia que transmiten estos lugares cobra nueva vida. En momentos de incertidumbre y desconfianza, nos volcamos a estéticas frugales y consumos más austeros, predecibles y confiables: cuando el presente y el futuro se oscurecen, nos refugiamos en el pasado (y sus estéticas) porque ya sabemos lo qué sucedió.
Cantábrico tiene unos bellos azulejos amarillentos ochenteros en sus paredes y comparte con Costa Bright el gusto por mobiliario de mesas fijas, bordes amaderados, asientos de cuerina café y taburetes alineados. Palo Alto es generoso en espejos, los que reflejan las luces blancas fosforescentes del techo y las sillas Barcelona plásticas de terraza.
Cuarto y último punto: en estos locales la clientela es fiel y la carta ofrece lo de siempre (pero bien hecho). No hay sorpresas ni decepciones. La relación entre clientes, garzones y cocineros transmite un sentido de complicidad y amabilidad que se valora, porque, quizás, en nuestros barrios, trabajos y rutinas eso se resquebrajó (o nunca existió). O bien, porque la crisis de la desconfianza y la polarización en redes sociales nos hace más reacios a convivir y confiar en el otro.