¿Quién nos paga por escribir?

12.02.2024
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Hace unas semanas, me contactaron de una revista para ofrecerme investigar y escribir un reportaje sobre un tema que, según ellos, calzaba con mi perfil.

Hasta ahora no sé muy bien a qué se referían con eso, pero el punto es que muy pocas veces pasa así. Normalmente, es una la que tiene que encontrar la historia, definir el ángulo y el enfoque, armar una pauta convincente y –como nos ha enseñado el lado más publicitario de la escritura– ‘pitchar’ el tema. Básicamente, saber venderlo. Porque de qué sirve narrar una historia si no hay nadie que la quiera leer. Eso es romanticismo puro. 

De ahí a que te respondan dentro de un margen de tiempo adecuado, todo otro cuento. Pero así funciona, más o menos, para quienes no trabajan con contrato en un único lugar. 

La revista que me contactó, por cierto, es una que sigo desde que me interioricé en el mundo de las revistas independientes y literarias que cuidan el diseño y la fotografía. De esas que saben hacer confluir visualidad y pluma, que se leen, pero que también –y digámoslo– se pueden dejar tiradas en algún rincón de la casa porque se ven bien, además de tener una visión editorial sensible y osada. 

Aun así, no hay que perder el foco. Frente a la oferta, respondí con lo que a estas alturas de la vida, es prioridad. ¿Cuánto presupuesto había? La respuesta fue un tarifario cuyas cifras –como ya pareciera ser costumbre en este oficio– no daban ni para financiar dos días de lo que sería el supuesto reporteo, mucho menos el tiempo y energía que se invertiría en la escritura posterior.

Me quedé un rato desglosando esos números, los di vuelta, los dividí, imaginé otros y no rabié, porque en esto también hay un desafío de gestión emocional. 

Existe un delgado e incisivo límite con el que se juega constantemente en este y otros oficios con estructuras precarizadas. Esa oferta que muchas veces se acepta porque no queda otra, para tener exposición, o para seguir vigentes, como si fuéramos unos productos ensamblados listos para ser vendidos junto a nuestros textos, el famoso ‘resultado final’. 

Ese titubeo que rápidamente se transforma en un ‘sí’, muchas veces bajo la ilusión o el falso pretexto de que luego vendrá la exposición mayormente remunerada. Ese ajetreo desgastante y juego de poder que sienta las bases de un laberinto del cual se sale únicamente cuando se toma una decisión radical. 

Lo que menos querría es hacer de nuestro oficio algo exclusivamente mercantil, transable o negociable –si algo tiene la escritura es una alta cuota de romanticismo, altruismo y humanidad–, pero el mundo en el que vivimos lo ha tratado como un producto de consumo y los que nos dedicamos a esto, en algún punto, también tenemos que coquetear con esa idea. Aunque insistamos en que el fin último del periodismo sea darle espacio a historias que de otra manera no lo tendrían y aunque nos neguemos con toda nuestra fuerza al uso del Chat GPT. 

¿Hasta cuándo, entonces, seguimos con los favores, los canjes, la naturalización de que nuestro oficio está precarizado y la repetición –como si se tratara de un mantra de autoayuda– de que en el mundo sobran los periodistas y los escritores?

​​De manera más concreta, y de un lado y del otro (porque seguro hemos estado en ambos); ¿hasta cuándo seguir romantizando ese sufrimiento en el quehacer?

A veces pienso que hay algo de esa fatiga que nos gusta y que hemos aprendido a querer. Me pregunto cuánto de ese imaginario gestado en torno a Woodward y Bernstein (y los múltiples antecesores) cargamos en el cuerpo. Cuánto de eso caló tan profundo que ahora creemos que las noches en vela frente al computador son necesarias, cuando -en realidad- esa imagen con ceniceros desbordados, anotaciones en papeles sueltos en el piso y pelos desordenados, podría resultar anacrónica. Lo curioso es que la seguimos replicando. En esa visualidad hemos encontrado un lugar seguro. Dentro de lo desvalorizado que está el oficio –en Latinoamérica al menos–, en ese imaginario hemos aprendido a sentirnos acogidos. 

Pero no hay para qué. Aunque personalmente no lo tenga del todo resuelto, desvivirse por cada una de las entregas no es necesario. Tampoco hay que sufrir, darse vueltas y desgastarse de manera excesiva en nombre de la creatividad. Convengamos que la pasión, la entrega y el compromiso son parte, pero pueden darse de una manera más amigable y menos extenuante.

Existe una escritura sin horas extra. Existe la metodología. El trabajo parcelado, un poco todos los días, sin tener que estar dándolo todo a última hora. Nadie nos está pagando esas horas extra. 

El otro día me acordé de un compañero del colegio que anotaba palabras que le gustaban y sus significados en un cuaderno. Escuchaba hip hop, se aprendía las letras, era rapero y freestalero, y siempre buscaba maneras de ampliar su vocabulario. Fue de los que nos enseñó que se podían usar las bases del hip hop y mezclarlas con otras, lo que fue escuela para muchos de mis amigos que luego se dedicarían al mundo de las mezclas. Una vez, en una ida en metro, me senté al lado y revisé ese cuaderno. Llegué a mi casa y decidí hacer lo mismo. Me dije que de ahí en adelante, igual que el Edi, yo también sería una coleccionista de palabras. Eso duró siete meses. 

Tiempo después, no supe más de él. Una sola vez me lo encontré mientras él vendía libros en la calle en Providencia. Nos sonreímos, nos abrazamos y me regaló la única edición que he tenido de Pedro Páramo, la de portada blanca y letras naranjas, incluso antes de saber que eventualmente viviría en México. Nunca más lo volví a ver, pero las malas lenguas decían que lo habían visto viviendo debajo de un puente con una chica y unos perros. 

El Edi también quedó en mis recuerdos como un romántico de las letras. Nunca nadie le pagaría –no tengo cómo saberlo, pero estoy casi segura– por su trabajo y su talento. Quizás pocos sabrán que detrás de esas líricas y destreza con las letras, habían horas de investigación, anotaciones, lectura y un tupido mundo interior que plasmaba en cuadernos y enciclopedias hechas a su medida.

Escrito por

Emiliana Pariente es periodista y escribe sobre procesos socioculturales, género y temas que observa de instancias y conversaciones cotidianas. Actualmente, reside en Ciudad de México, colabora en revistas chilenas y mexicanas y es becaria del International Women’s Media Foundation. 

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