En pleno centro de São Paulo, un edificio acristalado de 13 pisos brilla y en el primero de ellos, sus muros color rosa pastel caen a un estilóbato que los vagabundos aprovechan de usar para dormir.
Al entrar, un guardia con las manos tras la espalda recibe cordialmente a quienes entran. No hay torniquetes, ni puertas automáticas, ni registros con código QR. Algunas personas cruzan el hall central donde una obra de Carmela Gross en neón ilumina de fucsia el cilindro de hormigón sobre el cual se posa. En el interior del cilindro de casi seis metros de alto, todas las instalaciones de luz, agua e internet del edificio se esconden de la vista de los visitantes.
Aquellos que entran al edificio con la bicicleta a un costado, suben una rampa ancha bañada por la luz natural que cruza un ventanal estereométrico que conecta todos los pisos. Otros usan la rampa simplemente porque los ascensores tardan en llegar.
El segundo piso tiene un casino donde cualquier persona puede comprar almuerzo, pero a las tres de la tarde ya no queda casi nada. Vagas esgotadas para almoço no dia de hoje (Cupos agotados para el almuerzo de hoy), se lee en un afiche. El cuarto piso es una gran planta libre con bancas, y mesas de madera y acero repartidas por el nivel. Es como una gran sala de embarque sin destino alguno. No hay que pagar nada, no hay restricción alguna más que no incomodar al resto. En este piso cada persona vive su vida como los personajes de un cuadro de Edward Hopper: un vagabundo de polerón con la cabeza gacha y sus brazos rodeando sus rodillas, una mujer con audífonos puestos y la mirada clavada en un computador, unos niños juegan y ríen en portugués, unos oficinistas concentrados en un pote de comida comprado en un Oxxo cercano.
El piso superior lo ocupa una gran biblioteca, mientras el octavo nivel ofrece servicios de odontología. Más arriba, los pisos nueve y diez están destinados a deportes: fútbol, básquetbol, voleibol, escalada y otros. El undécimo piso está destinado al baile, una práctica tan necesaria para liberarse del estrés constante de una ciudad de veinte millones de habitantes. Y sobre este nivel lleno de pasos, espejos y sudor, los muros vidriados del piso siguiente no existen, una baranda rodea el piso completo. Entre el vacío que da a la calle y el piso de porcelanato del interior, un ancho espejo de agua permite que los niños chapoteen y los adultos remojen sus pies.
No obstante, si te acercas a la baranda, se divisa el Altino Arantes, una mole de 161 metros inspirada en el Empire State e inaugurada en 1947, cuando en Chile el edificio más alto llegaba a menos de la mitad. También se puede contemplar el cielo azulado que en unas horas más se oscurecerá y dará paso a una lluvia torrencial como si cayeran piedras sobre el techo. Con la mirada también se puede hurguetear en la vida privada de otros paulistanos, cuyos habitaciones dan a este edificio desde que era una tienda de muebles y faltaban años para que se convirtiera en un ícono del centro: el SESC 24 de Maio.
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El Serviço Social do Comércio (SESC) fue creado en 1946 como una institución privada de asistencia social, cuyo financiamiento proviene de las donaciones de empresas acogidas a un beneficio tributario de larga data en Brasil.
El SESC es una rara avis tanto en Brasil como en Latinoamérica: una institución cultural privada que ofrece una excelente cartelera en cada una de sus sedes en todo el país, además de gozar de prestigio transversal por su gobernanza. No registra casos de corrupción en un país que lista 102° en el Barómetro Global de Corrupción.
Eso sí, el capítulo del SESC en São Paulo es particularmente exitoso: el poder económico y financiero de este estado equivale a la 21ª economía más grande del mundo, superando a países como Polonia, Tailandia y Arabia Saudita. Y es esa maquinaria industrial la que permite financiar más de cuarenta centros culturales desperdigados tanto por la metrópolis como por el resto del estado. Asimismo, el SESC se ha ganado un merecido prestigio por la calidad de su arquitectura, gracias al trabajo de Lina Bo Bardi (SESC Pompeia), la oficina Königsberger Vannucchi (SESC Paulista) y, claro, Paulo Mendes da Rocha junto a MMBB Arquitetos en el diseño del SESC 24 de Maio.
Los SESCs albergan una rica convivencia pública, donde todos comparten el mismo espacio, sobre todo si, a pesar de la claustrofobia que puede generar una ciudad de veinte millones de personas, los espacios públicos tradicionales, es decir, los parques naturales concebidos para la recreación urbana, son escasos. Para un extranjero como quien escribe, el verdadero espacio público paulistano son los butecos, los lanchonetes, los bares y los restaurantes volcados a la calle. No es necesario un barrio bohemio, porque si caminas diez cuadras en cualquier dirección, de seguro encontrarás un bar de barrio: aquellos ubicados sobre la vereda, donde en su amplio toldo, se cruzan la algazara de las conversaciones entre adultos mayores, familias y jóvenes.
Y a pesar de que la tasa de homicidio en São Paulo es casi tres veces más alta que en Santiago, los martes un bar baja la cortina a la una de la mañana. Claro, la contracara de esto es que los millones de empleados deben aguantar horarios extenuantes. No por casualidad el metro paulistano abre a las 4 de la mañana y cierra a medianoche. En las ciudades que no duermen, los pobres tienen el peor sueño.
Asimismo, la densidad y las características de la oferta habitacional pueden explicar parcialmente la identidad del espacio público paulistano y por qué el modelo SESC es tan exitoso en São Paulo: entre 2016 y 2022 la oferta de departamentos de hasta 30 metros cuadrados explotó un 3.427%. Hace dos años ya existían 16.261 microdepartamentos y ese número sigue aumentando. Entonces, una ciudad así de densa y que ofrece tan pocos metros cuadrados residenciales, obliga a sus habitantes a buscar más espacio en la calle. Y en algunos barrios de São Paulo —tanto céntricos como periféricos— el SESC ofrece eso. Y más.
En el corazón del piso doce del SESC 24 de Maio, donde el espejo de agua refleja el cielo invertido, hay una cafetería central de mesón largo: una mujer cobra los pedidos y entrega tickets, mientras cinco personas más hacen café, preparan jugos de naranja y trozan los pasteles de la vitrina. Al mismo tiempo, otros encargados preparan almuerzos desde el mediodía. El menú es sencillo, pero contundente. Y a un costado, una gran claraboya ilumina el porcelanato gris salpicado de gotas de agua que caen del piso superior. No es lluvia, sino gotas del chapoteo de los bañistas de la piscina del piso de arriba. Porque este SESC ofrece una piscina pública en su cubierta, un simulacro del mar para los habitantes del centro de la ciudad. Por eso, y mucho más, el SESC es excepcional.